Juan había acordado con su primo en verse a las cinco para ir a cortejar a un par de hermanas en el pueblo cercano. En esta ocasión, él conduciría la bicicleta de Carlos, y este, iría en la barra como pasajero.

No entendía la negativa de sus padres, a que él se comprara una bicicleta. Había reunido lo suficiente, pero fue incapaz de convencerlos. El argumento, el peligro. Por fortuna, Carlos, dos años mayor que él, le estuvo enseñando a escondidas a conducir su bicicleta, y ahora ambos eran compañeros de aventuras. Por supuesto, lo ideal sería que cada quien condujera su propia bicicleta.

—¡Mamá, no me esperes para cenar! — Voy a casa de Carlos, y luego iremos al partido final de la temporada de baloncesto.

—¡Juan…!

—¡Dime, mamá! —Contestó con aire despreocupado sin detenerse rumbo a la puerta.

—¡Prométeme que no irás en la bicicleta!

—¡Disculpa, mamá! ¡Estoy demorado!

Salió de prisa, mientras pasaba el peine de carey en su frondosa cabellera negra. Apuró el paso, fingiendo no haberla escuchado. Al cruzar la puerta de la cerca, giró a la izquierda, colocándose los auriculares inalámbricos. Aún escuchó la tenue voz de su madre diciéndole, «promételo». Sonrió, sin voltear, sintiendo haberse salido con la suya, y librado de comprometerse a lo que no renunciaría.

Encontró a Carlos con el nanómetro en la mano, midiendo el nivel de aire de los cauchos de la bicicleta.

—¡Vamos Carlos, que se nos hace tarde! —Olvidando, saludarlo.

Montó la bici, equilibrándola con las puntas de los pies, mientras su primo se acomodó sobre la barra entre manubrio y el asiento, viendo al frente. Empujó fuerte antes de acoplar sus pies a los pedales.

—Ten cuidado con el hueco.

Balanceó el cuerpo en contrapeso a la dirección de la leve torsión del volante. Esquivó, con ajustada precisión, la irregularidad del terreno, aumentando la fuerza de sus ondulantes patadas que daba presión a la cremallera.

—¡Excelente, Juan! ¡Ni yo lo habría esquivado mejor!

Sonó el celular.

—¡De seguro es Mariana! ¡Cielos! —Juan acercó el celular al oído y respondió. —Mi amor, estamos cerca. No desesperes. Dile a tu hermana que Carlos va conmigo.

Decidió ir en contra flujo para ahorrarse un par de millas. Además, adquirirían mayor velocidad en la bajada.

—¿Qué haces Juan? ¡Mira que vamos en contrasentido! ¡Es peligroso e ilegal! Si nos atrapan, nos encarcelarán.

—¡No te preocupes, primo! ¡Lo tengo todo controlado!

Al ver la intersección, se percató que cruzaban una pareja de anciano, y entonces apretó los frenos del manubrio, pero no respondieron, y siguieron acelerando bajo la acción de la gravedad.

—¡Frena, Juan, frena! —Gritó Carlos desesperado, mientras tensaba el cuerpo, esperando lo peor.

Sin pensarlo dos veces, cambio de rumbo hacia los matorrales al lado del camino. Pensó en que la tierra y las hierbas aminorarían la marcha de la bicicleta. Y en efecto, tuvo un relativo éxito, hasta que el gran arbusto los atrapo, expulsándolos de la bicicleta.

El crujido de un hueso roto precedió al dolor insoportable.

—¡Juan, estás bien! —Gritó aún aturdido Carlos, casi ileso, solo con algunas leves contusiones, un milagro, ante el aparatoso accidente.

—¡Ay! ¡Me duele la pierna! ¿Qué dirá mi mamá? ¡Ay!, ¿y la bicicleta? ¡Ay! ¿Cómo estás tú?

—¡Qué preguntas, primo! ¡Yo, creo que bien y la bici, Inservible! Tiene deformado el rin delantero. ¡Pudimos habernos matado! ¡Dios es grande!

Juan entumeció un instante y visualizó las de su padre sobre el peligro que entraña la conducción de cualquier vehículo, en especial, de la de dos ruedas. El dolor le remarcaba la locura que acababa de cometer.

Entre los matorrales, el timbre se incrementó, delatando el paradero a donde fue a parar disparado el teléfono.

—¡Ay! ¡De seguro, es Mariana! Encuentra mi celular.

Al otro lado, una joven enfadada le comentaba a su hermana que terminaría la relación con Juan, no sabía por qué lo había aceptado, si ni siquiera tenía una bicicleta.

—¡Ponla en altavoz!

—¡Juan, no te molestes en venir! ¡Hemos terminado, y dile a Carlos, que mi hermana no quiere verlo!

En aquel justo momento, el padre de Juan, atravesaba de regreso a casa, montando su gran moto, la carretera siniestra. Sonriente, pensaba en la gran noticia para su hijo: autorizaría que comprara la bicicleta, siempre y cuando aprobará el examen de conducción que había contratado.