Testigo silencioso (vivencia fabulada)
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Muchos se preguntaban de donde sacaba tanta sabiduría. Cuando hablaba, dejaba sentir el dominio que tenía de las palabras y de los temas, sin caer nunca en la fectación ni en el deseo de provocar una impresión en los demás para destacar su presencia. Al contrario, era generosa con el tono de su voz, y muy dispuesta a corregir cualquier error de manera inteligente, sin concederle mayor importancia, ni desconocer que no podía saberlo todo. Creo que era su amor por las palabras, lo que hacía que aquella mujer pareciera un canto, porque igual se movía con una sutileza en el andar, y en sus modales suaves y rítmicos. Después de escuchar alguna de sus conferencias, había que pasar algún tiempo en silencio, para no advertir con desagrado que nos faltaba esmero en la educación del estilo, y que no teníamos la gracia del alma, que se expresa en unas pupilas llenas de luz.
La conocí una mañana cuando ella miraba casi hipnótica una escultura de un maestro y su discípulo, en actitud de enseñanza. Estaba sola, y por momentos se dejaba llevar por la tentación de acariciar el mármol, como si la limpiara de alguna impureza.
Yo estaba sentado en un banco de madera que quedaba casi escondido, amparándome del sol por el follaje de un árbol parecido a la trinitaria, y la veía sin que notara mi presencia, mientras ella le hablaba a la escultura, al maestro y al discípulo, como una anciana feligrés al santo de su devoción, pero sin pedirle nada, sino comentándole lo que diría aquella mañana al público que la esperaba dentro de la sala.
Al terminar su soliloquio se dirigió a la sala con ese caminar pausado y rítmico que le era tan propio, y yo que la seguía de cerca, absorbía un discreto perfume, apenas perceptible, si no la siguiera a unos pasos apenas. Era una mujer alta, desenvuelta, unos años mayor que yo, que revelaba la herencia mestiza, de los países caribeños, y que seguro había viajado suficiente, para no dejarse envolver en lisonjas, como le ocurre a quien no sabe todavía, cuánto vale por sí mismo.
Habló durante media hora y otra media hora en responder las preguntas que se le hicieron, en el mismo tono sereno y confiado, que le había visto otras veces, al disertar sobre algunos temas. Sólo que esta vez reiteró varias veces un punto decisivo con el que dejaba sentada su posición sobre la realidad del país, y eso me preció todavía más valioso, porque decía de ella mucho más, que el resto de su discurso.
Al rato me tocó hablar al mismo público y lo hice lo mejor que pude, tomando en cuenta que ya lo habían hecho oradores notables, y era poco lo que tenía que agregar. Por eso cambié a última hora la orientación del tema, y me demoré lo más que pude en la marca que habían dejado en mi espíritu adolescente, el encuentro con algunos escritores que se convirtieron en mi referencia obligada por muchos años. Con ese giro salí del paso, y la conferencia tomó un curso inesperado.
Ya en el almuerzo que nos ofrecieron, el puesto que me asignaron quedaba justo atrás de la escritora y pude escuchar cuando ella le contaba a una amiga de su confianza, sobre la casa donde transcurrió su infancia y juventud, en uno de esos pueblo de la provincia, donde algunas familias se esmeraban en formar en profundidad a cada uno de sus hijos, hasta que la vocación los separaba. Ella contaba que la casa estaba situada en una esquina, donde siempre estuvo un árbol del que colgaron un farol, y los jóvenes más adelantados intelectualmente, acostumbraban reunirse en el sitio, a conversar sobre temas literarios, pero también a contarse sus aventuras con mujeres de todo tipo, y los peligros que llegaron a enfrentar por la misma causa.
El cuarto de la joven soñadora quedaba justo en ese lugar, y lo menos que imaginaban los aventureros de aquel pueblo, era que alguien todavía en la pubertad, los escuchaba noche a noche, detrás de las ventanas, con una mezcla de interés y temor, ante la sola idea de que se llegara a saber que ella era una testigo silenciosa y furtiva de aquellas confidencias.
Me pareció curiosa aquella travesura que le contaba a su amiga. Ellas rieron y todo quedó ahí, pero yo le agregué todo el contenido que pude, y comencé a imaginarme el curso de su historia después que terminó su bachillerato y se fue a la ciudad a seguir en la universidad, y creí comprender de dónde salían sus referencias, toda esa sabiduría intuitiva y la sensibilidad mediúmnica que sin duda poseía de manera natural, pero canalizada a través muchas noches escuchando las discusiones literarias y filosóficas que para aquél momento no entendía, pero que se sembraron una a una en su mente indagadora, hasta formar una verdadera representación del mundo, basada en muchas lecturas que se asentaron en el recuerdo de aquella academia nocturna, de la esquina de su casa. Un tiempo después nos encontramos otra vez en un congreso literario, y de manera espontánea nos saludamos. Conversamos sobre el clima de aquella ciudad, y sobre sus costumbres culinarias, y le pregunté si recordaba alguna comida particular de su infancia, y sí, me habló de su casa, de sus abuelos, de los espíritus que rondaban la casa, y aproveché para preguntarle si tenía un cuarto para ella sola, o dormían todas las hermanas en una habitación, y me confirmó lo que ya le había escuchado, que después de los 15 años, tenía un cuarto para ella sola, que por eso no le tenía miedo a los muertos. Seguimos comentando de todas esas cosas inocentes que continuamos queriendo, a pesar de los años, y le pregunté sin adelantarme a nada, que de dónde le venía el recuerdo de sus personajes en los cuentos y poemas, y no pareció comprender.
Asistimos a las ponencias, sin volver a conversar. Apenas un saludo desde lejos, pero al terminar el evento, me buscó entre la gente y me respondió: tiene Ud. razón. Mis personajes tienen un origen. No lo había visto de esa forma, pero su pregunta me hizo reconocer que muchos cuentos que escribí de adulta, ya los había escuchado en mi adolescencia, y aunque no los recordaba, nunca se fueron de mi memoria remota, sino que permanecieron intactos, pero ahora los veo, y entiendo por qué los quiero tanto. ¿Puedo saber por qué me hizo esa pregunta sobre el origen de mis personajes? -me interrogó- y tuve que confesarle que yo me enteré sin mala intención de lo que le dijo a una amiga sobre su travesura de escuchar detrás de la ventana lo bueno y lo malo que se contaba aquél grupo, creyendo que solamente ellos eran testigos de sus palabras, y que después de ese día mi imaginación no dejó de elaborar muchos detalles, de lo que los hombres nos contamos, y de la forma en que discutimos y argumentamos, para tener razón en lo que decimos. Es posible que ud, al igual que yo después de aquel almuerzo donde escuché su relato, sabíamos que teníamos un tesoro, o al menos el mapa, para llegar a conocer sin ninguna limitación, la travesía interior de otra persona. Nos dimos la mano y nos deseamos un buen viaje. Desde entonces y hasta hoy, que estamos bautizando la biografía que escribí sobre parte de su vida, por haber sido, igual que ella, un testigo silencioso
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