Sus amigos lo retenían para que no se fuera en ese momento, sino al día siguiente, después que pasara la parranda en que vino a parar un brindis de despedida. Una parte de sí mismo buscaba el aturdimiento para seguir en el delirio que le producía aquel desorden de música, bebidas, baile y comidas dispuestas por toda la mesa. Era su clima, y en eso había basado su vida, desde la adolescencia.

Pero una llamada rompió el hechizo y tuvo que volver al orden indeseado y querido. Lo había emplazado su jefe para indicarle que lo esperaba al día siguiente para unas tareas impostergables, y ante eso no tenía más opción que ponerse la máscara y repetirse que debía ser un hombre formal; intentar en lo posible reconciliarse con su trabajo, y aunque no se sentía cómodo en aquél traje con chaleco y corbata, también era verdad que eran muchos los beneficios que recibía, y que las consideraciones de su jefe hacia él, lo obligaban moralmente a responder de igual forma. Los amigos decidieron llevarlo hasta el terminal aéreo, esperanzados en que ocurriera algo inevitable que lo retuviera, como una tranca de vehículos, para seguir con los tragos hasta que el cuerpo no diera para más. Mientras tanto tomaba uno que otro sorbo de vino, diciéndose que si el avión se caía, al menos había disfrutado hasta lo último.

Llegaron al aeropuerto, resignados a la despedida, pero en a taquilla le informaron que el vuelo estaba suspendido por razones climáticas. Destaparon la otra botella y se sentaron en el restaurante más cercano para comer algo y regresar sin ningún remordimiento, al no poder llegar como lo había prometido, pero una contraorden que se escuchó al rato por el parlante, les congeló el entusiasmo: un avión con destino a otra ciudad, sería habilitado para que cumpliera la ruta completa.

Ya no tenía excusa para faltar. La exaltación por la bebida se convirtió en resaca, y ya no quiso probar un vaso más, por muy suave y fresco que le pareciera el vino. “El destino se impone”, les sentenció levantándose de la silla. Todos convinieron en que la culpa la tenía la gula y no el hado, y que de haber salido del aeropuerto apenas le informaron que no había viaje, a esta hora estarían en la casa contando las botellas, para prever cualquier insuficiencia.

Se montó en el avión medio extraviado y siguió hasta el fondo, donde había dos butacas desocupadas, para dormir cómodamente, pero la aeromoza lo atajó y le indicó que su asiento era otro. Él le argumento, que en la parte delantera se mareaba y que si llegaban los ocupantes se cambiaría, pero la joven fue determinante y le tocó obedecer.

Escogió el lado de la ventana y ya se disponía a dormir, cuando le pidieron por favor que si podía cambiarse para el pasillo. Al voltearse se le quitó la molestia enseguida. Quien le pedía el lugar era una mujer joven, delgada, y de modales muy refinados, a la que le gustaba viajar contemplando el paisaje.

“Se lo doy con una condición –le dijo con picardía- que me prometa conversar conmigo durante todo el viaje”. La joven respondió en el mismo tono que aceptaba, pero que en ningún momento le hablara de política ni de deporte, porque los hombres aburridos no conocen otro tema.

Sintió que había mordido la manzana. La mujer aparte de bella, era más inteligente y culta de lo que pudo imaginar, además de contar con un humor caribeño que la hacía más tentadora. En ningún momento se lo dijo, ni siquiera para halagarla y cautivarla, sino que se mostró como acostumbrado a tratar con gente de su tipo, y de esa manera hacerse más interesante.

Pero era mentira, y no pudo mantener la pose de hombre duro, ni ella de mujer seductora. Los dos sintieron el impacto de la similitud en los gustos y de la semejanza de temperamentos. Un impulso mayor los aproximó hasta sentirse cada uno complemento del otro, y de un modo espontáneo fueron revelando sus sueños más ocultos, con el sortilegio de entrar en una participación arrebatada que los llevo a pensar que desde ese momento, nunca más podrían separarse.

Pocas veces había coincidido con una mujer que lo moviera de esa forma tan profunda y particular. Estaba acostumbrado al donjuanismo donde siempre buscaba la ventaja en los amoríos, sin comprometer su libertad. Ella por su parte daba signos de un genuino interés por continuar el idilio, aunque con bastante habilidad evitaba responder las preguntas que revelaran su vida privada. Los dos aceptaron mantenerse en esa común resonancia sin pisar el terreno prohibido, y en ese acuerdo silencioso se permitieron aproximar sus cuerpos para hablarse tan cercanamente como era posible, y sentir el calor del otro, con un intenso erotismo.

El vuelo fue más rápido de lo que hubieran querido. La joven lamentó que tuvieran que despedirse tan pronto, y él se ofreció en el acto para acompañarla hasta donde fuera, con tal de seguir en su espejismo, pero ella se excusó discretamente; le aceptó que le llevara la maleta hasta la entrada del aeropuerto, y agregó que una vez allí le diría si aceptaba la invitación.

Ya en la puerta se disponía a parar un taxi, cuando notó molesto que su jefe se aproximaba con los brazos extendidos en actitud de bienvenida. Una vez más se puso la careta dispuesto a responder al saludo, cuando sintió que la mujer se adelantaba y abría los brazos para responder de la misma forma al de los brazos extendidos.
¿Ya conocías a mi esposa? Le preguntó el jefe en actitud natural. -Sí, ya la conocía, respondió quebrantado, y se dijo reflexivo: “Otra vez el destino” mientras sentía tembloroso que una fuerte tormenta había caído sobre su vida.