Y ahí estaba yo, solo; solo en el sentido más metafórico de la palabra. Respirando odio, sin saber más que exhalar felicidad, y lentamente ella se iba, como se van las cosas que parecen no volver. Mientras aún seguía ahí; yo, como sabiendo que allá en algún lugar alguien esperaba para acabar con esta soledad. Esa que por las noches apuñalaba con recuerdos de aquellos desaires a este desalentado corazón. Acompañado sin nada más que la ausencia de aquellas personas que creí que siempre estarían ahí, pero me seguía quedando solo, pues ya hasta mis madrugadas parecían tan solitarias que llegué a dudar de mi reloj. Las horas marcharon mucho más lentas haciendo de mis noches, noches más largas. Y justo antes de que el gallo despidiera la Luna con su cantar, mis ojos se cerraban efímeramente, dándome tan solo minutos para vivir la utopía del no existir. Creo, sin llegar a dudar, que el "existir" para quienes se sienten jodidamente solos, ya es simplemente una constante que los tortura sin remordimiento alguno. Sabiendo que
una larga vida no es más que una muerte lenta,
vivimos sufriendo de un vacío existencial que nos aqueja, llegando a sentir el inminente desasosiego de no contar con nadie. Pero no todo es malo, pues en esas noches veía pasar mi vida ante mis ojos, entre lágrimas, suspirando y decaído, escribía y escribía aquello que me dictaba el corazón, llegando a creer que la poesía era el desahogo para aquellas palabras que nunca se dijeron, pero que siempre estuvieron ahí, no en la punta de la lengua; no, más bien en lo más recóndito y profundo del corazón, esperando tan solo alguien que las escuchara. Y allá quedaron. Siendo olvidadas, fueron muriendo con su poeta. Pero aunque lentamente caiga el escritor, les aseguro que nunca morirá un sentimiento, por eso puede que hoy me vean respirando, pero te aseguro que ya he muerto, solo les pido que me recuerden como alguien que siempre amó, pero que por epifanía prefirió la soledad.