En la Cuba de los años 60, la atmósfera de Nochebuena había cambiado drásticamente con la llegada del comunismo. Las antiguas tradiciones que una vez llenaron las casas de alegría y festividad se vieron afectadas por nuevas realidades políticas y sociales. En lugar de las cenas familiares abundantes y las reuniones ruidosas, la celebración se tornó más austera, reflejando los ideales de la nueva revolución.
En el pequeño pueblo de San Juan, Rosa recordaba con nostalgia las Nochebuenas de su infancia, donde la mesa estaba colmada de lechón asado, moros y cristianos, y dulces tradicionales como turrones y buñuelos. Pero en aquel diciembre de 1965, la cena consistía en arroz y frijoles, acompañados de un poco de pollo, un lujo escaso en esos tiempos.
A pesar de la escasez, la familia de Rosa decidió mantener vivo el espíritu de la festividad. Conscientes de que la Navidad como celebración religiosa no era bien vista por el régimen, se reunieron para compartir relatos de tiempos pasados, risas y música. En el rincón del salón, un viejo piano que hacía años no sonaba cobró vida bajo los dedos de su hermano, quien tocaba melodías que evocaban la memoria de una Cuba más colorida.
Mientras afuera, las luces de las casas vecinas brillaban tenuemente, los vecinos de Rosa se unieron a la celebración. Aunque no había adornos lujosos ni un árbol de Navidad, crearon una atmósfera cálida. La comunidad se unió en un lazo de solidaridad y esperanza, compartiendo lo poco que tenían. Al caer la noche, encendieron velas en una pequeña mesa, símbolo de la luz que aún brillaba en sus corazones.
En medio de la diáspora de la fe, alguien propuso un brindis por el futuro, por que, a pesar de las adversidades, la esencia de la Nochebuena seguía viva en ellos. En ese instante, todos sintieron que, aunque la Nochebuena había cambiado, el amor y la unión familiar permanecían inalterables.