La frontera
La lluvia cayó de repente, sin siquiera avisar. Era la hora sexta, y el sol estaba ardiendo más que nunca con un resplandor que cala en los huesos. Pero desapareció en un pestañar de ojos. Últimamente no era fácil para ellos distribuir el ánimo con equidad. La vida les venía dando golpe tras golpe con tanta fuerza que levantarse cada vez les costaba más. Sus cuerpos casi en los huesos se quedaron tirados en el sofá como moscas muertas. La señora había intentado lavar la poca ropa que le queda, pero la lluvia se lo impidió. No había forma de llegar a la cotidianidad desde hace algún tiempo. Era un demonio que no les dejaba abandonar la miseria. Cada cosa, cada plan que intentaba salí mal. Hasta una cosa tan absurda como lavar la ropa se les hacía imposible. El último, el señor había intentado salir a pescar, pero una madrugada llegaron los piratas y lo dejaron sin bote ni red ni remo ni nada con que salir al mar. Los muchachos también lo intentaron, la educación no daba solución a nada. El mayor buscó trabajo, pero el mismo cuerpo y la miseria lo llevaron a renunciar. Y el segundo era un caso perdido. No sabía ni sumar ni restar, no sabía escribir, no sabía cantar, no sabía nada. Era difícil creer el deterioro. A él se lo podía llevar el viento tranquilamente y le daba igual. Realmente no era malo, pero al parecer la maldad se quería apoderar de él. La hija del medio se escapó de casa a la capital con uno de los del otro lado de la frontera huyen. Los dos estaban huyendo.
Los vecinos observaban de lejos. Desde hace un tiempo, en las reuniones breves de la cola de la panadería o en el kiosco del señor Duglas se hablaba de ellos. ¿Quién no conoció a los Castaño? Si el señor siempre fue una persona amable, honrada y trabajadora. Había trabajado de todo, pero el destino le sonría de esta manera. La señora era profesora de preescolar desde hace muchos años. Casi todos la conocemos, porque en algún momento nos tuvo que ayudar con las tareas. Nadie en este barrio es desconocido, ni el que vive oculto en su casa por culpa de la delincuencia. Casi todos nacimos aquí y muchos fuimos al mismo colegio que queda a unas cuantas cuadras. El mismo donde la profesora Castaño dio clases por más de treinta años.
Hubo que llamar a la policía. No se pudo hacer más nada. Los paramédicos dijeron que en estos casos ya no les tocaba a ellos, sino a la policía. La lluvia no daba tregua. Parecía que iba a continuar pasara lo que pasara.
En momentos como estos es cuando surge la pregunta: ¿Será que Dios los abandonó? ¿Qué hicieron para recibir semejante mal? Todos estamos asombrados y a la expectativa reunidos bajo la lluvia. Llega la señora Carmela que tiene una sobrina que es policía y dijo que estaban en camino. Doña María se persigna y comienza a rezar su rosario. Algunas otras señoras se unen en medio de lo sucedido. Del otro lado están los muchachos, solo observan con esa mirada sospechosa de que saben qué fue lo que pasó. Se veían unos a otros y nos ven a nosotros que estábamos del otro lado de la carretera. Los Castaños han vivido en la calle principal del barrio desde que yo tengo razón de ser. Y es la calle que divide nuestro territorio. Nosotros no podemos pasar para allá ni ellos para acá. Pero una situación como esta parece que lo ameritaba.
Llega la policía, nos ven con bastante recelo. Todos piensan que fuimos lo de este lado. Claro, es que los del otro lado le pagan más a la policía que a nosotros. Ellos tienen el territorio más grande. Allí estaba la sobrina de la señora Carmela, Natalia. Bella es mujer, me gusta verla con su uniforme, revestida de dureza cuando es una dulzura y delicada. Ella sabe que la estoy viendo. Mira de reojo siempre para ver que no le esté quitando la mirada. Sentimos la mirada el uno del otro.
La policía sigue allí, aunque ha pasado un buen rato. La lluvia se ha calmado, pero no se detiene. Están recogiendo. Natalia me da una mirada fija. Esta noche cruzaremos la frontera.