Se levantó todavía cansado, no sabía si había dormido suficiente. Lo llevaron a desayunar a regañadientes, y le hicieron daño en el brazo cargándolo, la piel se le despegaba. Ella, su esposa, lo miraba, él sintió miedo, no entendía por qué. Ya él no sabía si había enloquecido, o si simplemente estaba ya demasiado viejo.
Trató de recordar, sabía que estaba comiendo el desayuno y sabía también que debía criticarlo, ya no importaban las razones, posiblemente la simple fuerza de la costumbre. La comida siempre estaba horrenda y esa mujer era demasiado imbécil.
Sintió cómo la mujer lo miraba, esa mirada si le trajo un recuerdo vago que se movía dentro de una bruma. Pidió el teléfono y asustado llamó a su hijo: con una actitud entre ansiosa y desesperada le pidió que se lo llevara lejos de allí, porque ella lo miraba con “esos ojos”. Su hijo lo llamó loco, y le pidió que se tranquilizara, agregando: “mi mamá te va a cuidar”.
El anciano hombre se refugió en un vacío en la memoria. Quiso confiar y dormir un poco, pero el sol se metía violentamente por la ventana. Se molestó y decidió ir a quejarse. Buscó a la mujer y la vio acercarse, le traía un vaso de jugo. El jugo le supo ligeramente amargo, pero ya no recordaba el sabor del jugo. Se limitó a preguntarle que cuándo iba a aprender a hacer un buen jugo.
Ella guardó un frasquito en su delantal. Ese recuerdo si lo tenía, ella siempre guardaba un frasquito allí, tenía años haciendo lo mismo. Él se miró en el espejo, no se reconoció y decidió descansar, le dolía una pierna y todo el lado derecho del cuerpo. Trató de recordar qué le había pasado, sintió miedo, se sintió vulnerable y sólo. Ella lo miraba mientras él caminaba cojeando, la escuchó riendo de forma burlona, su hijo había llegado y también la observaba. Ella al darse cuenta simuló locura. Desorbitó los ojos hablando con un ser inexistente, saltando a ratos, corriendo por la casa e imitando la desencajada risa de una niña.
El anciano trató de retener a su hijo, pero él no podía quedarse. El hijo, antes de regresar al trabajo le hizo tomar a su madre la medicina, él anciano la miró mientras se recostaba, sintió el peso a su lado y confundió la sensación con un dolor. Trató de desvanecer la bruma en su mente, pero sólo logró fundirla al dolor y a la negativa de su cuerpo por respirar, se durmió, eso creyeron todos.
Ya nadie visita la casa. Un diario mal puesto contaba una aterradora historia. Ella deambula disfrazando algunos días de locura, otros de obsesiva minusvalía. Nadie quiere creer una historia que quedó oculta bajo el fuego, una exhaustiva limpieza, y un aquí no ha pasado nada.
Rosalinda Laya