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Nos queda el silencio, un profundo sentimiento de confusión y tristeza que nos envuelve al reflexionar sobre por qué todo es así. Hay recuerdos vagos de sonrisas y miradas, de besos y abrazos que en su momento parecían eternos, donde nada hacía suponer que un final podría llegar.
Sin embargo, el final existe, y aunque intentemos convencernos de que ese momento nunca llegará, la realidad nos golpea con su dureza. Nos queda la amargura de no haber sido nosotros quienes partieron, sino esos niños inocentes que tenían tanto por vivir, tanto por experimentar en un mundo que, a pesar de sus dificultades, también ofrece belleza y esperanza.
La sombra de la destrucción se cierne sobre nosotros, y nos vemos obligados a encontrar fuerzas donde parece no haber ninguna. A medida que pasa el tiempo, ese dolor y esos daños se convierten en otra estadística más, un gran motivo para un sinfín de historias reales, y algunas, incluso, son réplicas distorsionadas de lo vivido.
Cada quien interpreta la tragedia a su manera, haciendo suya la experiencia de alguna víctima del desastre, transformando el sufrimiento ajeno en una narrativa personal que, aunque válida, no puede abarcar la magnitud del dolor colectivo.
Nos queda la sensación de que todo esto es un mal sueño del que deseamos despertar. Al mirar por la ventana, anhelamos que nada haya ocurrido, que la vida continúe como antes.
Sin embargo, esa esperanza se ve empañada por el sobresalto de no poder dormir, por esa extraña sensación de que estamos muertos, caminando entre los vivos, buscando el reflejo de nuestra imagen en alguna vidriera, como si necesitáramos confirmación de nuestra existencia en una urbe que, con su dinamismo, sigue su curso, intentando recomponer sus responsabilidades en el presente.
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Nos quedan los ojos vacíos, desgastados por tantas lágrimas derramadas, y las manos sin fuerzas, como si quisiéramos arrancarnos el corazón para aliviar el dolor que nos consume. Lo peor de todo es que jamás habrá una respuesta sensata y válida a nuestras preguntas.
No sabemos si este sufrimiento es producto de la barbarie humana, que se instala en territorios imposibles de frenar, o si es la desidia de quienes debieron validar si estábamos en lo correcto al urbanizar sin las verificaciones técnicas necesarias que avalen lo realizado.
Nos quedan preguntas sin respuestas, desconsuelos y la necesidad apremiante de entender si estamos siendo lastimados por pruebas en la profundidad de los océanos, relacionadas con armas nucleares, o si la alteración del clima se ha convertido en un arma de exterminio bélico.
Tal vez sea la madre tierra quien nos envía un claro mensaje, recordándonos que ella es la verdadera dueña de lo que la humanidad se atribuye como propio, dictando guerras sin sentido y desastres naturales que nos recuerdan nuestra fragilidad.
Nos queda una herida abierta que no cierra, un dolor persistente que se manifiesta en un sabor extraño en nuestras bocas, un recordatorio constante de tantas lágrimas derramadas.
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Es fundamental que, en medio de esta oscuridad, busquemos la luz. La solidaridad y el apoyo mutuo son esenciales para sanar las heridas que nos han dejado las tragedias. Debemos recordar que, aunque el sufrimiento es parte de la experiencia humana, también lo es la resiliencia. La capacidad de levantarnos, de reconstruirnos y de encontrar esperanza en medio de la adversidad es lo que nos define como seres humanos.
La vida, a pesar de sus desafíos, sigue adelante. Es importante honrar la memoria de aquellos que hemos perdido, no solo lamentando su ausencia, sino también celebrando sus vidas y el impacto que tuvieron en nosotros. Cada sonrisa, cada abrazo y cada recuerdo compartido son tesoros que llevamos en nuestro corazón y que nos acompañan en nuestro camino.
A medida que enfrentamos el futuro, debemos comprometernos a construir un mundo más justo y compasivo, donde la vida sea valorada y protegida. La lucha por la paz, la justicia y la dignidad humana debe ser nuestra prioridad.
No podemos permitir que el miedo y la desesperanza nos paralicen; en cambio, debemos unirnos en la búsqueda de soluciones y en la creación de un entorno donde todos puedan vivir en armonía.
En conclusión, aunque nos queda el silencio y el dolor, también nos queda la oportunidad de aprender, de crecer y de transformar nuestra tristeza en acción.
Que cada lágrima derramada se convierta en un impulso para hacer del mundo un lugar mejor, donde la vida sea celebrada y donde cada ser humano tenga la oportunidad de vivir plenamente. Que el recuerdo de aquellos que hemos perdido nos inspire a seguir adelante, a luchar por un futuro más brillante y esperanzador.
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We are left with silence, a deep feeling of confusion and sadness that envelops us as we reflect on why everything is like this. There are vague memories of smiles and glances, of kisses and hugs that at the time seemed eternal, where there was nothing to suggest that an end could come.
However, the end exists, and although we try to convince ourselves that this moment will never come, reality hits us with its harshness. We are left with the bitterness that it was not us who left, but those innocent children who had so much to live for, so much to experience in a world that, despite its difficulties, also offers beauty and hope.
The shadow of destruction looms over us, and we are forced to find strength where there seems to be none. As time passes, that pain and damage becomes yet another statistic, a great motif for countless true stories, and some are even distorted replicas of what we have experienced.
Everyone interprets the tragedy in their own way, making the experience of some victim of the disaster their own, transforming the suffering of others into a personal narrative that, although valid, cannot encompass the magnitude of the collective pain.
We are left with the feeling that all this is a bad dream from which we long to awaken. Looking out of the window, we long for nothing to have happened, for life to go on as before.
However, that hope is clouded by the shock of not being able to sleep, by that strange sensation that we are dead, walking among the living, looking for the reflection of our image in some shop window, as if we needed confirmation of our existence in a city that, with its dynamism, continues its course, trying to recompose its responsibilities in the present.
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We are left with empty eyes, worn out by so many tears shed, and hands without strength, as if we wanted to tear out our hearts to alleviate the pain that consumes us. Worst of all, there will never be a sensible and valid answer to our questions.
We don't know if this suffering is the product of human barbarism, which is settling in territories that are impossible to stop, or if it is the negligence of those who should have validated whether we were right to urbanise without the necessary technical verifications to back up what we have done.
We are left with unanswered questions, dismay and the pressing need to understand whether we are being harmed by tests in the depths of the oceans, related to nuclear weapons, or whether the alteration of the climate has become a weapon of war extermination.
Perhaps it is mother earth who sends us a clear message, reminding us that she is the true owner of what humanity claims as its own, dictating senseless wars and natural disasters that remind us of our fragility.
We are left with an open wound that does not close, a lingering pain that manifests itself in a strange taste in our mouths, a constant reminder of so many tears shed.
It is essential that, in the midst of this darkness, we seek the light. Solidarity and mutual support are essential to heal the wounds left by tragedy. We must remember that while suffering is part of the human experience, so is resilience. The ability to pick ourselves up, to rebuild and to find hope in the midst of adversity is what defines us as human beings.
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Life, despite its challenges, goes on. It is important to honour the memory of those we have lost, not only by mourning their absence, but also by celebrating their lives and the impact they had on us. Every smile, every hug and every shared memory are treasures that we carry in our hearts and that accompany us on our journey.
As we face the future, we must commit ourselves to building a more just and compassionate world, where life is valued and protected. The struggle for peace, justice and human dignity must be our priority.
We cannot allow fear and hopelessness to paralyse us; instead, we must unite in seeking solutions and creating an environment where all can live in harmony.
In conclusion, while we are left with silence and pain, we are also left with the opportunity to learn, to grow and to transform our sadness into action.
May every tear shed become an impetus to make the world a better place, where life is celebrated and where every human being has the opportunity to live fully. May the memory of those we have lost inspire us to move forward, to strive for a brighter and more hopeful future.
Very thought provoking and I felt sadness as I read and thought about my friend who recently lost her husband. It's so hard to turn a loss into inspiration and find the strength to move on, but I'm impressed that she is starting to find a way through and do just that.
Losses are hard and each person assumes them in different ways, I know this from experience since years ago I lost a disabled son and I had a hard time recovering. Thank you for your support.