He conversado con mucha gente acerca de los lugares donde han vivido durante toda su vida, y me quedo ensimismada pensando en la apropiación que puede o no tener una persona de su lugar de origen: la emoción con que se expresan de ese lugar; la seguridad con la que mencionan los sitios turísticos, históricos, los personajes representativos, emblemáticos y culturales de su ciudad natal; la tristeza o alegría que le imprimen a sus recuerdos cuando les vienen a la cabeza anécdotas que ocurrieron cuando estuvieron en tal lugar, o cuando rememoran a tal o cual persona.
Reflexiono, hago conciencia y me doy cuenta de que el arraigo y la pertenecia son dos conceptos que se construyen con el tiempo, que si no están íntimamente relacionados, por lo menos uno va a la par del otro. Por eso me atrevo a decir que hay personas que pasan por las ciudades pero las ciudades no pasan por ellas.
Una de esas personas soy yo.
Nací en Carúpano, un pueblo de la costa del estado Sucre. Allí viví hasta los cinco años. Es muy poco lo que recuerdo de ese lugar… Si acaso me acuerdo de que vivíamos en un rancho, al borde de un cerro al que llaman El Calvario.
El rancho tenía, creo, dos habitaciones y una cocina. Recuerdo un patio muy grande que al final tenía una letrina y muchas matas de yaque o espinas. Recuerdo que teníamos que bajar por un desfiladero, que nos conducía a una plaza que llaman la Plaza Colón. Supongo que en algún lugar de esa plaza hay un busto o una estatua de Cristóbal Colón, para que de allí tomara su nombre, pero no recuerdo haber visto nunca esa estatua.
Recuerdo el nombre de una señora a quien llamaban Luisa La Paraulata, de quien se decía que era bruja y volaba, pero hacia unos dulces tradicionales divinos, que vendía a una locha o a medio dependiendo del gusto del comprador. Recuerdo con añoranza su arroz con coco, majarete, encaramaos, melcocha, turrón de coco, coquitos, besos de coco, pero no recuerdo la cara de la señora. Recuerdo que me llevaron a un lugar que parecía un panal de abejas, era una montaña de piedra amarilla de cuyas paredes salían chorros de agua. Escuche a algún adulto decir que se llamaba La Caja de Agua, sin embargo no recuerdo específicamente dónde está ubicado, ni cómo llegar allí.
En Carúpano existía o existe aún, no lo sé, un lugar llamado El Azufrar, en el cual, según decía mi mamá, había un pueblo perdido, que desapareció debido a un terremoto. Cuenta la leyenda que el que visitaba este lugar debía ir dejando marcas en el camino para poder regresar, porque de lo contrario te perderías en ese lugar y nunca más regresaría
Cincuenta y siete años después, me entero de que en el pueblo donde nací se cultiva cacao, y que ese cacao está catalogado como uno de los mejores del mundo. Que además existen unos negritos que son muy famosos, que viajaron por el mundo, que estuvieron perdidos, escondidos, y encontrados, que fueron objeto de un pleito legal, que cuestan una fortuna, que están en un museo, que no tienen padre, porque aún hoy no se sabe quién lo talló, que tampoco tienen nombre, pero si tiene apellido, ¡Aja!, Pero lo que sí se sabe es que: quien los mando hacer tenía mucha plata y les dio su apellido, y son conocidos como los negritos de Cerizola.
De hecho, cuando se habla de Cerizola, se dice que era un hombre sabio culto y conocedor de mundo, a quien los negritos de mi pueblo le despertaban la curiosidad. En cambio, cuando se refieren al escultor apenas se dice: “Se cree que los tallo el padre de Manuel Cabré”, el famoso pintor del Ávila. seguramente el artista en su momento era un pobre limpio. Pero tampoco me acuerdo de los negritos, debe ser porque nunca los vi. Pero miren ustedes las ironías de la vida, a mis 57 años me estoy enterando que Manuel Cabré y yo somos paisanos.
Hare un esfuerzo, por recordar:
Del Callao se decían muchas cosas, como, por ejemplo, que había plata pa “tirá” pal cielo (esa era una expresión muy común entre sus habitantes), porque según allí estaban los yacimientos de oro, aluminio, bauxita y hierro más grandes de Venezuela y del mundo; se dice que se celebraban los mejores carnavales del país, que habían minas de oro por todos lados, (la verdad yo nunca las vi). Allí vivía una negra grandísima que se llamaba Isidora, ella era la madama (a las mujeres de El Callo se le decían madama porque en su mayoría provenían de las colonias británicas y francesas; la palabra madama se usaba como una expresión de respeto y abolengo) que mandaba en el pueblo, a la que todos los hombres le temían, (en el pueblo se hacía lo que la negra Isidora decía.
Recuerdo una leyenda (que contaban las madamas) que en el pueblo había o hay un clavo de oro enterrado, que el día que lo encuentren el pueblo entero desaparecerá por completo; porque la avaricia que se despertará entre sus habitantes va a ser tan grande que se van a matar unos con otros.
De El Callao recuerdo el camino que tenía que recorrer todos los días para llegar a mi escuela que estaba ubicada en un cerro que, si mal no recuerdo, se llamaba Papelón (era al único lugar al que iba y del que no quería regresar, porque allí me sentía a salvo, lejos de mi cautiverio y de mi carcelera).
Entre los habitantes de las ciudades y los pueblos circulan muchos refranes y dichos, que son el producto de la interacción y la ideosincrancia de sus pobladores; uno de esos refranes es el que dice “que recordar es vivir” . Al escribir este texto, he caído en cuenta que el trajinar de los pueblos es también el ir y venir de sus habitantes, y que son sus habitantes (aunque sea los que vamos de paso) los que construyen su historia.
Es por eso que pretendo en lo sucesivo seguir contando algunas historias…
Una sentida y amena reflexión sobre la forma en que nos apegamos/despegamos a los lugares que habitamos.
La historia personal convertida en tránsito por una memoria afectiva.
Me encantó, estimada @lbmaiz .
Espero seguir leyendo tus historias.
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