El presente artículo presenta una aproximación crítica
a la pretensión de comprender la importancia de la educación
a partir de su ajuste a categorías frecuentemente utilizadas
para describir el tipo de producción de la riqueza
correspondiente a la sociedad post industrial.
El tema de la “sociedad del conocimiento” aparece frecuentemente ligado a otros como “sociedad de la información” –con la cual se la suele hacer coincidir-, “economía basada en el conocimiento” (EBC), tecnologías de la información y la comunicación (TIC), revolución digital, economía digital, nueva economía, globalización, acceso a la tecnología, gestión del conocimiento, economía del conocimiento, creatividad, innovación, acreditación, formación del recurso humano, inversión en educación, capital intelectual, patentes, competitividad, sociedad de la innovación, entre otros.
Basta analizar la lista anterior, para deducir que cuando nos referimos a la sociedad del conocimiento, estamos frente a un tema más económico que pedagógico. Así, la utilización de la categoría “sociedad del conocimiento” quiere enfatizar frecuentemente el hecho de que el conocimiento puede tener como consecuencia directa la producción de la riqueza; con categorías como “crisis” y “riesgo” podemos describir las consecuencias indirectas de la relación causal entre conocimiento y riqueza; con la alusión al “control”, podemos hacer referencias a estrategias vinculadas a la producción de “sujetos que conocen para producir y para consumir”; con el término comunicación o mass media, podemos referirnos a un instrumental cuyo uso puede estar vinculado tanto al control en una sociedad que necesita poner el conocimiento al servicio de la riqueza, como a procesos educativos emancipadores capaces de generar espacios para la recuperación de las voces silenciadas.
El contexto en el que educamos hoy exige que los espacios educativos sean capaces de generar lo que Raúl Fornet Betancourt llama “equilibrio epistemológico” . Eso significa, hacer de los ambientes educativos oportunidades para superar las asimetrías que existen entre las diversas culturas del saber. En otras palabras, la escuela –así como los otros espacios en los que se desarrolla una mediación pedagógica- puede constituirse en morada de todas las formas posibles de construcción de saberes y no sólo de aquella vinculada a la adquisición de los conocimientos requeridos para competir en un mercado globalizado.
Si el término “sociedad del conocimiento” indica singularidad –una sola sociedad del conocimiento, con el consecuente riesgo de promover prácticas educativas homogeneizadoras-, la expresión “cultura del saber” indica pluralidad. Se trata de admitir, por lo tanto, la diversidad de caminos posibles para la construcción de conocimientos y para el cultivo del saber. Esta segunda categoría implica, por lo tanto, la superación del hábito –tan arraigado en los ambientes educativos escolarizados- de deslegitimar los saberes cultivados, los conocimientos construidos y las experiencias vividas antes y fuera del aula.
Hacer de la educción lugar del encuentro de las diversas culturas del saber exigirá, en primer lugar, repensar los fines de la educación y más específicamente, interrogar a esos fines sobre el tipo de sujeto (la cuestión antropológica) y el tipo de mundo (la cuestión cosmológica) al que orientan los procesos educativos. Desde esa doble interrogación podremos verificar al servicio de qué está la educación, o para qué es la mediación. Cuándo analizamos las políticas, los sistemas y los planes educativos, podemos fácilmente distinguir en sus fines dos grandes grupos: fines políticos y económicos. Podemos también confirmar que con frecuencia los fines políticos están subordinados a los económicos y que éstos últimos hacen referencia al libre mercado, a la competencia, a la desregulación del comercio, al consumo y a la acumulación. Al servicio de esa subordinación se suelen poner los procesos de construcción de conocimientos. Eso explica la prioridad que se suele dar a la construcción del conocimiento científico-tecnológico, el cual ha sido estrechamente ligado a la acumulación de capital. Detrás de esos fines (políticos y económicos) subyace una antropología individualista –el ser humano des-convocado, competidor, consumidor, centro del universo- y una cosmología que reduce el mundo a mercado en el que hay que competir.
Los fines –políticos y económicos- de la educación pueden ser repensados si entendemos al ser humano como ser viviente, y al mundo como con-vocación de mujeres y hombres con referencias culturales plurales. Se trata de repensar la educación desde un humanismo centrado en la justicia, más que desde un humanismo centrado en la propiedad y la posesión. Desde ese ejercicio de repensar la educación, los fines económicos no se referirán prioritariamente a la acumulación de capital sino a la creación de las condiciones necesarias para la reproducción de la vida humana real y concreta ; y los fines políticos no se referirán a la formación de sujetos sumisos y disciplinados, sino a la con-vocación y a la vecindad de seres humanos que se interrelacionan desde sus diversidades. De esta manera, el conocimiento construido podrá superar los límites estrechados de lo científico-técnico, y estará más articulado a la vida que al mercado.
En segundo lugar, hacer que la educación se constituya en morada de todas las formas posibles de construcción de saberes es una tarea que exige renovar nuestros hábitos de pensar. Re-aprender a pensar implicará, entonces, aprender a construir conocimiento desde el diálogo y desde la puesta en común de las distintas perspectivas de las personas dialogantes. Tal práctica, a su vez, exige, de parte de los actores, renunciar a considerar la propia perspectiva como la única forma de interpretar el mundo. En la práctica educativa tal renuncia lleva no sólo a acoger los saberes previos, vinculados a la vida, a la propia biografía, a las experiencias y tradiciones comunitarias y las temporalidades contextuales, sino también a generar conocimientos nuevos a partir de esas experiencias, tradiciones, temporalidades y biografías. Los actores de los procesos educativos serán conscientes, por lo tanto, de lo condicionado de sus propios procesos de construcción de conocimiento, de su relacionalidad, de su perspectividad y contextualidad. Tales actores, por lo mismo, comunicarán sus saberes, pero no los impondrán.
En tercer lugar, educar superando la violencia epistemológica, implica romper con la reducción del conocimiento a aquél científico-técnico, para reconocer el valor de las diferentes formas de conocimiento construido desde las propias referencias culturales y comunitarias. En este sentido, habría que tomar en serio la reflexión de Vattimo sobre las posibilidades emancipadoras de los medios de comunicación, posibilidades que residen en su capacidad para devolver la voz a los grupos y culturas que han sido obligadas a callar. En esas posibilidades reside también el carácter educativo de los medios.
El conocimiento construido desde el diálogo consciente de su propia respectividad, es expresión del mundo de la vida, con sus múltiples expresiones, con sus necesidades, sus expectativas y esperanzas, con las reivindicaciones buscadas y no siempre alcanzadas.
Cuando pensamos la educación como ocasión para superar la violencia epistemológica, es decir como espacio para que todas las formas de cultivo del saber tengan lugar, entonces podemos decir que la educación es un derecho (justicia cultural) y no una inversión. Será una inversión, sólo si entendemos el conocimiento fundamentalmente como factor motriz e la “nueva” economía, como objeto mercantilizado que se vuelve rentable mediante la innovación.
Finalmente, desde una educación que acoge todas las formas posibles de construcción del conocimiento y de cultivo de saberes, es posible generar un currículo emancipatorio, que cultive el diálogo y en el que la enseñanza no sea entendida como transmisión, ni el aprendizaje como “un estar de acuerdo”. Un currículo es emancipatorio cuando la construcción del conocimiento se basa en metodologías problematizadoras que favorecen el diseño, la disidencia y la rebelión del sujeto que toma conciencia de ser sujeto junto a otros sujetos. Hinkelammert afirma que “en esa rebelión del sujeto reside la esperanza” . Conocer es también producir esperanza, y educar es generar las condiciones para que resurja la esperanza. De alguna manera, por lo tanto, educar es crear condiciones para la rebelión y no para la sumisión.
Con todo lo anterior no se pretende negar la estrecha relación que existe entre escolaridad y posibilidades de obtener un beneficio económico, ni entre inversión en educación y posibilidades de superación de la pobreza. Es cierto que la aplicación de algunos conocimientos puede ayudar a asegurar una mayor inserción laboral y, en consecuencia, una vida digna. También es innegable que los países que más invierten en educación tienen mayores posibilidades de incrementar los índices de desarrollo humano. Sin embargo, los educadores y educadoras no podemos convertirnos en servidores del mercado laboral; debemos poner la educación al servicio de la vida y no del mercado, conscientes de que la mayor parte de los conocimientos que construimos dentro y fuera de la escuela no son económicamente rentables, aunque sean fundamentales para la vida y para la construcción de sentidos y significados: los conocimientos vinculados a las luchas de nuestras comunidades; aquéllos que construimos en el marco de nuestras tradiciones religiosas y de los mitos fundantes de nuestros pueblos; los conocimientos que tienen que ver con nuestras dimensiones éticas, estéticas, históricas y afectivas; los conocimientos fraguados en el encuentro con los otros, en el descubrimiento del rostro del otro y de la otra dentro y fuera de los ambientes escolarizados; los conocimientos vinculados a los tiempos de la vida y del cosmos, y no sólo aquéllos que tienen que ver con los tiempos de la producción, del consumo y del mercado.