Su madre fue hospitalizada por muchos meses luego del parto, entonces Agustina, que tan solo le lleva diez años, comenzó a cuidarla.

Ella no tuvo hijos, entonces mi compañera, Sol, se instaló en su corazón, y fueron creciendo juntas, como hermanas y como madre e hija.

A Agustina le gusta tejer y bordar, mientras sus ojos se pierden en la lejanía de los rincones de la casa y sus pensamientos van y vienen, jugando en su mundo interior, las agujas danzan en sus dedos, germinan en sus falanges y florecen en imágenes sagradas que cobran vida en la tela; Sol, la fue emulando desde niña, en principio bordaba y tejía como ella, pero luego aprendió el punto de cruz, y encontró en esa técnica una forma de expresión que se adaptaba perfectamente a sus posibilidades creativas.

Ambas han crecido cristianas y devotas en la fe y el amor hacia la Virgen del Valle.

Son muy pocas las casas de nuestro pueblo, Carúpano, que no tienen una imagen o una estatuilla de esta y le celebra su día.

Todos los años, es tradición hacerle un traje nuevo a la Virgen, los que tejía Agustina eran de una hermosura tal, que venían personas de sitios lejanos a verla y a traerle ofrendas.

Cuando Sol se fue a vivir para Cumaná, también puso en su casa un altar para la virgencita.

De allí fue de donde nació el pacto que no solo simboliza el amor por la madre de Jesús, sino que representa el amor que se teje en el hecho práctico de la entrega:

Sol debía hacer el traje de la virgen de Agustina y Agustina el traje de la virgen de Sol.

Nosotros veníamos de Cumaná trayendo el traje, aquí se hacían los ajustes de rigor, y la Virgencita del Valle lucía entonces su traje nuevo, hecho por las manos de la madre y la hija, que se sentían, en ese ritual palpitando en un solo corazón.

Así lo vienen haciendo desde muchos años atrás, tantos que ya los trajes no caben en la pared.

En este año, que hemos sufrido no solamente la dureza de una situación económica terrible, sino que además una peste que solo habíamos visto en las obras literarias de Allan Poe, en las terribles imágenes de Thomas Mann en Muerte en Venecia, en la hasta ahora ficción de Albert Camus, la tenemos aquí.

En una época donde el último recuerdo que tenemos de nuestros hijos es una mano batiéndose en el viento diciéndonos: Adiós en un autobús repleto de esperanzas jóvenes.

En esta época, que amenaza en convertirse en diez años de oscuridad, Sol le pide a la virgen por los nuestros, que también son los tuyos.

Le pide con esta imagen de su hijo, Jesús, bordado impecablemente en su traje, cabizbajo, orando, hermoso, que nos proteja, que nos devuelva días sin miedo, donde respiremos sin el velo que nos ahoga, y el abrazo de nuestros hijos vuelva a ser tibio y fuerte, y ya no más una imagen, una señal remota, un beso la pantalla.

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