En la estación de trenes nunca faltaba a su cita el señor Rafael. ¿A quién esperaría horas y horas mirando su enorme reloj dorado?
Los niños del barrio siempre se reían del señor Rafael: ¡era tan extraño! Iba siempre vestido de punta en blanco, como si fuera a una boda, pero a una boda que hubiera tenido lugar hace muchos muchos años. Y es que el señor Rafael siempre llevaba un elegante sombrero de copa, unos bigotes puntiagudos y unas gafas redondas que le cubrían media cara.
Un día, el señor Rafael, al ver a los niños reír, se acercó con su reloj dorado y su bastón de madera.
—Aunque no lo creáis, mi función en la estación es fundamental. Sin mí, los trenes nunca saldrían ni llegarían puntuales.
El señor Rafael les contó que durante décadas había dado cuerda a todos los relojes de la estación, y que él mismo se encargaba de controlar que los trenes salieran exactamente a su hora: ni un minuto antes, ni un minuto después.
—Y para eso, ¿necesita ir usted tan elegante?
—No, voy tan elegante porque estoy esperando a alguien, pero eso es otra historia, niños. Ya os lo contaré algún día. Lo que sí puedo deciros es que este reloj dorado es mágico. Él controla el tiempo y hace que todo funcione.
Pero los niños, por supuesto, no creyeron ni una palabra de lo que les contó. Ahora todo estaba automatizado, y los trenes, tan modernos y rápidos, no necesitaban que nadie controlara los relojes de la estación y mucho menos un viejo reloj dorado.
—Lo que le pasa al señor Rafael es que está un poco mal de la cabeza.
—Pero, ¿será verdad eso de que está esperando a alguien?
—¡Pues si es verdad llega con muchos años de retraso!
Verdad o mentira, la estación de trenes de aquel lugar presumía de ser la única en todo el país donde ningún tren había llegado jamás con retraso.
Verdad o mentira, el señor Rafael siempre acudía elegante y sonriente y siempre se marchaba con la cabeza agachada, mucho más triste que por las mañanas.
Así ocurría cada día hasta que una mañana, de uno de los trenes que llegaba de la costa, se bajó una extraña anciana. Llevaba un vestido blanco hasta los pies y una delicada sombrilla que ocultaba su cara llena de arrugas. ¿A dónde irá esta mujer tan rara? Se preguntaron asombrados los niños de la estación.
Pronto supieron la respuesta. La mujer de blanco se acercó con paso tranquilo hasta el banco de la estación en el que cada día, el señor Rafael miraba nervioso su reloj dorado.
Ninguno de los dos dijo nada, pero ambos se abrazaron con mucho cariño.
—¿Me llevas a tomar un chocolate con churros, Rafael? —preguntó con coquetería la mujer de blanco.
Y ambos se alejaron sonrientes por la estación, para asombro de los niños que siempre molestaban al señor Rafael.
Al día siguiente el señor Rafael, con su reloj dorado, no apareció por la estación.
Y a partir de entonces, los trenes nunca volvieron a llegar puntuales.
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