Perdón por la tristeza

Perdón por la tristeza
José Castillo Baeza

La maestra me entrega la boleta de calificaciones de mi hijo de 10 años. Repaso rápidamente los números mientras los padres de familia nos levantamos para salir del salón en donde ha tenido lugar la junta. Mi hijo me acompaña y mientras caminamos hacia las afueras de la escuela me mira con cierta incertidumbre, como previendo mis posibles reacciones. Y aunque sabe que a mí los números me importan un cacahuate y he intentado que le importen lo mismo a él, cierto silencio expectante se atraviesa entre nosotros.
Mi hijo está pendiente, sobre todo, de la última línea escrita en la boleta, justo debajo de las calificaciones. Ahí puede leerse: “Posición en el grupo: 4”. Y entonces pienso en los otros padres que están leyendo lo mismo en este preciso momento. Pienso en la mamá o en el papá que acaba de leer que su hijo es el lugar 30 de 30. Pienso, sobre todo, en el niño encapsulado en ese 30, en su esfuerzo por comprender qué significa o en el momento en que se da cuenta o le obligan a darse cuenta de que es el peor en una competencia en la que él no decidió participar.
En los últimos días me he sentido bombardeado, desde distintos ámbitos y a través de distintas situaciones, por una cultura del emprendedurismo que busca transformarnos en seres superventas de la vida, como si existir se tratase de consagrar una sonrisa eternizada en la pared donde se cuelga el retrato del empleado del mes.
A un emprendedor se le forma para que compita y no para que solidarice. Debe siempre destacar, ser el mejor, debe innovar y estar a la vanguardia. Su vida debe ser concebida como una carrera de obstáculos que han de superarse a través de los súper poderes internos que ha de descubrir a través de la motivación (porque, desde luego, todo está en la mente), “…como si el paro, la enfermedad o la exclusión pudieran esfumarse haciendo un pequeño esfuerzo de reelaboración emocional y gestión personal”, a decir de Lauri García Dueñas.
La semana pasada, durante una reunión familiar, a una prima se le escaparon las lágrimas en plena cena. Una ruptura amorosa venía persiguiéndola desde hace unos días. Cuando regresó de lavarse la cara no dejó de pedir disculpas por “arruinar el momento”, pero lo más lamentable fue que el resto de los comensales dijo cosas como que no valía la pena estar triste, que había muchas cosas bellas para disfrutar en la vida. Estoy seguro que mi prima se sintió doblemente mal: una, por la razón original de su tristeza; y dos, por sentirse así en un mundo en el que debe reinar la felicidad (o al menos su apariencia) todo el tiempo.
¿Qué sucede con los tristes y los derrotados, con los que no quieren emprender ni innovar ni alcanzar el éxito o leer las metas del día pegadas en el refrigerador? ¿Qué se esconde detrás del discurso de las ganas, del tú puedes, del hacia adelante o del “que hablen mal o bien de ti, pero que hablen”? ¿Qué vida se nos revela realmente?
De la misma manera que la idea del progreso eclipsó muchos aspectos de la vida a finales del siglo XIX, hoy la cultura del emprendedurismo, bajo un disfraz de creatividad (pero que en el fondo no deja de ser una receta), nos cosifica y nos mete a todos en una flecha que va ¿hacia dónde? Siguiendo la lógica del caracol del filósofo Iván Ilich, la escritora peruana Gabriela Wiener ha sugerido que quizá sería mejor comenzar a “decrecer”. El molusco construye su concha agregando espirales pero en un momento dado se detiene y comienza a enroscarse. Ilich explica que si el caracol construyera más espirales el peso de la carga sería insoportable, de aquí que Wiener escriba: “No es una liebre, no es una hormiga, es el lento y baboso animal el símbolo de los que suscriben la doctrina del decrecimiento, la filosofía del necesitar menos para vivir mejor. ¿Para qué seguir creciendo? ¿Para qué seguir consumiendo? ¿Para qué producir más si lo disfrutas menos?”.
Hace unos días, mientras me tomaba un café escuchaba que una señora en la mesa de al lado hablaba de su pretensión por exportar los trabajos de las urdidoras de hamacas y los bordados de hilo contado de Teabo, porque era necesario que ese trabajo “se conociera en Italia”. Su idea de emprender significaba, claro, comprar barato para vender caro. Justo como el caso del diseñador francés Christian Louboutin que el año pasado vendió bolsas decoradas con bordados regionales en 28 mil pesos. A las bordadoras mayas se les pagó 237 pesos por cada bordado.
Bajo estas circunstancias, a veces sólo queda pedir perdón por la tristeza.
josecastillobaeza@gmail.com

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