El sol entra débilmente por la ventana. Ya son las siete de mañana, me he vuelto a sentar para terminar esto de una vez por todas. Un poco antes, al asomarme para respirar un poco del aire matutino, encontré frente a mí, árboles frutales, y mucho monte y culebra. Estaban, prácticamente, pisándonos los talones. Pero debía esperar hasta las nueve de la mañana, pues era la hora pautada para recibir los sobres participantes. Grité, sí, grité, despertando a las muchachas.
Que qué pasaba, preguntaba la voz adormilada de una mujer, y Gisela, tranquila, chica, no pasa nada, sigue durmiendo.
Entonces, escuché un grito. Lejano. Y luego, música con una cadencia conocida, pero a la vez no. Celebraban algo, allá en la tupida maleza. Humo. Murmullo de voces. ¿Risas infantiles? Y la música, sí, de fondo. Y corrí de nuevo a la sala. Lo comprendía, Dios, lo comprendía. Estaban de regreso. Como antaño, en sus tierras, en sus legítimas tierras, arrebatadas y vueltas a recuperar.
- Roberto, ¿qué es eso?- preguntaba Gisela.
- Son ellos – le respondí- Han vuelto.
Y el silencio entre los dos se hizo grande. Y maldije mi suerte. Un párrafo, tan solo un párrafo. Después de eso, llevaría el sobre y participaría en el concurso. Tenía la certeza, de que al entregarlo, sería lo último que haría. Que tendría la mano de Gisela entre las mías, que respiraría por última vez.
Y en esta aflicción, te escribo, sí, te escribo. Y no solo eso, sino que te maldigo, a ti que lees esto. ¡Maldito seas! Tú, seas hombre o mujer, viejo o niño. Serás, así como lo seré yo, una voz fantasmal. Olvido. Esta es mi maldición: volverás a ser olvido cuando tu pueblo lea mi relato. Porque, si escribimos, entonces ustedes nos leerán. Sí, cuando leas la última frase de esta historia, volveremos. Entonces, sabrás lo que es la desesperación y el horror.