No, no, no, Roberto... Te digo que no, ¡eso es una locura!
Créelo, para mí también es difícil de asimilar. Pero quizás… y, ¿si tiene razón?... Estamos perdidos, ¡perdidos!... Gisela, yo…
¡Calla!
La plaza Bolívar, a las tres de la madrugada, estaba solitaria. El frío penetraba hasta los tuétanos. Era increíble que ya hubiesen pasado dos días del encuentro con la anciana. Pero su voz, aún retumbaba en mis oídos y la maldición me corroía el alma: “Hace ya quinientos años de la destrucción de mi pueblo; del más débil por el más fuerte. Y sus voces lejanas, como de historia, como de cuentos han quedado. Sus tierras, sus cosechas, sus vidas, todo arrebatado. Pero, la sangre derramada clama justicia.Katukakore waju katu rehe ja jabata kaina ekotakore. Cuando la última historia se escriba, todos ustedes desaparecerán. Así que empieza a escribir tu historia, que será como la voz de los muertos. Y la risa extraña, funesta.
٭٭٭
Desde esa noche, en que la vieja pronunció aquellas palabras, ¡maldita sea! No habíamos tomado ningún reparo. Seguimos divirtiéndonos, disfrutando de nuestros quinientos años en el Nuevo Mundo, en la primera ciudad fundada. Las calles de Cumaná entre la música y los gritos festivos hacían sentir en casa a propios y extraños. Las mujeres disfrazadas de damas antañonas y de indiecitas. Un joven estático, en guayuco pintado de dorado hacía las veces de indio, y las muchachas esperando, que la brisa traicionera de la noche, dejase entrever el bóxer del pobre indio, para tomar una fotografía con sus móviles. Y nosotros, divirtiéndonos de lo lindo. En el grupo éramos prácticamente desconocidos. Salimos de la Universidad de Oriente emparrandaos. Estudiantes de matemáticas, administración, castellano, biología, recursos humanos, así como estudiantes de la Universidad de los Andes y de la Universidad Central de Venezuela. Al llegar al Casco Histórico de la ciudad nos encontramos con otro grupo, y entre tanta gente se redujo a unos pocos. Así conocí a Gisela y me pegué a ella lo más que pude. Lo demás no importaba. Pero, las señales estuvieron presentes todo el tiempo. En los papelitos con el título 1515-2015, con la programación de las actividades que durarían una semana. Lo vi de reojo: CONCURSO DE CUENTOS. Entre los anuncios de mini-tecas, teatro, strippers y demás. Así, como en los extraños comentarios de gente desaparecida. Pero, claro, a quién le importaba que uno y otro por allí no estuvieran.
En la mañana, acordamos vernos para la tarde y nos despedimos. A punto de cinco y media, me encontraba frente a la Casa Natal del poeta Andrés Eloy Blanco. Nuevamente, escuché los rumores, pero esta vez de gente conocida, desaparecida, y sin rastro de ellos. Todos ligados a las artes y a las letras. Del primero, el escritor Ruby Guerra, se decía que se esfumó, junto a un hotelucho de la calle Sucre, mientras hablaba de sus putas. Del segundo, el pintor Francisco Marval. Este, según, se fue profiriendo maldiciones, la mirada perdida, arrancado del suelo entre neblina, vapores etílicos y una felicidad orgásmica, la sonrisa maligna. Otros, como el cuentacuentos Henry Guerra, se puso transparente, como imagen superpuesta de película vieja. Todos pensaron que era el montaje de uno de sus actos, hasta que su mujer preguntó por él. Así de simple, lo vieron desaparecer.
Me sobresaltó el saludo cantarín de Gisela, ¿y los otros?, dirigiendo la vista a todas partes. Contesté que nadie, que solo yo. Se tranquilizó, me tomó de la mano y empezamos a caminar hacia la mar de gente que iba al mismo lugar. Reímos, bailamos, comimos. Ya sentados en Santinés, le asomé algo sobre los rumores. Sorprendida, preguntaba, ¿qué quién era esa gente?, más sorprendido aún, le pregunté si de verdad no sabía. No me tomaba el pelo. Eso me extrañó. A los dos Guerra, ¡los conoce todo el mundo! Y fue cuando noté el espacio vacío donde debía estar el hotelucho, en diagonal a la iglesia, y en tanto más lo intentaba no recordaba su nombre. ¿Cómo se llamaba?, ¿se llamaba?, y, ¿desde cuándo no está allí? Si lo demolieron, ¿en qué momento? Mi extrañeza aumentaba al notar la calle El Alacrán. ¿Calle? Me sentí confundido. Miré hacia la casa del poeta Ramos Sucre y tampoco se encontraba. Estaba el restaurant francés, mucho más grande.
De repente, sentí que me viraba, como decía mi abuela, cuando no reconocía los sitios en dónde había estado millones de veces, ¡hasta su propia casa! Comenzaba a asustarme. La muchacha me veía inquieto. Entonces, la tomé de la mano, arrastrándola hacia el Castillo, y ahí fue donde me dio la crisis, el susto de muerte. ¡No estaba!
Las palabras de la vieja vinieron a mí, como una melodía a medio recordar. ¡¡ ¿Qué carajo estaba pasando, Dios mío?!! Perdido, completamente perdido y aterrorizado. Era un mal chiste. Se lo recordé a Gisela, lo de la maldición, lo de la maldita anciana. Abrió los ojos, grandes y se rió. ¿De qué hablas, tontito?, ¿no estarás creyendo en esas estupideces?, porque yo no lo creo, aseveró con una hermosa sonrisa. Pruébamelo, retó coqueta.
CONTINUARÁ