La brutalidad continuó, y con ella se siguió derramando sangre de forma cada vez más violenta, grupos de mujeres armadas con todo tipo de artilugios cortantes se echaron a las calles en busca de hombres a los que destripar, sin piedad.
Todo era oscuridad, la civilización había dado un vuelco, no quedaba ni rastro de toda la tecnología acumulada durante décadas, la cacería aún no había terminado.
Un hombre corría desesperado, asustado, sin saber qué hacer, a dónde ir o a quién acudir. Sus perseguidoras, cuatro mujeres con sus cuerpos llenos de sangre y con los ojos fuera de sus órbitas, los cuales proyectaban una enorme ira.
Finalmente, consiguieron dar caza a su presa, sería su juguete, su diversión. Con un enorme cuchillo lo pincharon y lo rajaron entero, con sus manos comenzaron a abrir su tórax, mientras sus tripas se salían de su interior y caían al suelo.
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No querían desaprovechar su sangre, la fueron cogiendo con sus manos, bebieron de ella con frenesí, con placer, para ellas era algo cercano al orgasmo. Pero lo que más les ponía era su polla, se dedicaban a arrancársela a todas sus víctimas y se las llevaban como si de trofeos se tratase.
Una vez separada del cuerpo, se masturbaron, cogieron algunos de sus falos disecados y se los introdujeron en sus coños, llenas de excitación, repletas de lujuria. Era lo único que podía sofocar su enorme cólera acumulada durante siglos de aversión misógina.