La distracción, mi oportuna amiga, llegaba para evitar que soltara la lengua. Dejé escapar un par de sugerencias, muy justas a mi juicio. Nos sentamos en ese lugar que no mencionare porque no hacen falta más detalles. Los bachacos cargaban las hojas secas. Yo dejaba que subieran hasta mi rodilla. Pobrecitos, son tan tercos, tantas hojas y se empecinan con las mas pesadas.
Antes, unos centímetros por encima del suelo, te escuchaba con esa ingenuidad que no vuelve. Un bar de olvidados (incluyéndonos), una mesa exclusiva para mentirse y gustarse frenéticamente. Con el tiempo esas tonterías se olvidan. Créeme, no solo se olvidan, sino que se repiten en otros bares, con otros olvidados, y la película se va poniendo buena.
Todo lo vamos empaquetando en cajas que abriremos luego para llenarnos de ácaros, y andar agarrando alergias.
Aun me intriga la velocidad con que atinaste, de un solo tiro, a mi cabeza. Y es mi culpa que hable para que escuches. Tú no quieres ser mi testigo. Ando inventado cada cosa. Códigos detrás las risitas. Las palabras no son inocentes. Suspiros que te lanzo de vez en cuando y te chocan en la frente, te soplan en la oreja. Pero tú, te quedas con los bachacos, preocupados por las hojas secas.
Y en esta frescura me llevo bien conmigo, me quedo tranquila. Detenida en lo más mínimo de la creación. La sencillez del instante. No hay nada de especial en tu forma de sentarte, ni en tu sonrisa, no hay nada de especial en ti, ni en las piedras que lanzas al vacío muy lejos del bar de los olvidados.