El cuarto conservaba un aroma algo atabacada, masculina; era definitivamente de él. La cristalería fina y puesta en su sitio, al lado de una botella de coñac empezada daba la impresión de algunas damas de compañía –eso ante cualquier par de ojos que las viera, pero no para los de Heidy, que ya conocía su historia-. Pablo era un vendedor de marcas en el día, un negociante de los adinerados torpes que crean productos y no saben cómo venderlos. Siempre con el semblante altivo y desprevenidamente alegre. De noche un artista melancólico que se encerraba en su apartamento con la esperanza de pintar su compañía perfecta.
Esbozaba rostros, cuerpos, labios, curvas, ojos, manos, miradas, pieles… Heidy lo observaba desde su habitación, en el edificio de enfrente; su pasión no era precisamente el arte, pero cuando se trataba de un artista lo capturaba con su lente y lo volvía una pieza memorable! Con Pablo, sin embargo, había sido distinto, había encontrado en su técnica una pasión desmedida que la incitaba a tocarse y satisfacer con su imaginación el placer que ningún otro hombre le concedía, y que solo este artista pesimista podría –según ella-, excitarle.
Así que una noche –conociendo ya la rutina de salir a cenar al restaurante del parque que Pablo tenía en su chip de importaculismo con la vida-, espero que él saliera, e irrumpió en su apartamento, olió algunas de sus cosas –quizás guardó dos o tres en sus bolsillos-, tomó un par de fotos de las pinturas, del espacio donde el artista se inspiraba, y se ocultó.
Cuando pablo volvió de cenar pintó un poco –Heidy no desaprovechó la oportunidad para fotografiarle-, y luego fue a dormir. Al cabo de una respiración honda, síntoma del sueño, y cuando ya estaba por quedarse dormido, la fotógrafa se acercó con un puñal y le atravesó el pecho de una profunda estocada. Pablo no se percató de lo ocurrido; murió rápidamente, dejando su expresión habitual intacta. Heidy le limpió algunas manchas de sangre y le tomó una última fotografía al rostro del hombre, con aquella pasividad aparente, y al día siguiente las llevó a su editor, a quien le encantaron. Le llamó “el ensueño de un artista”.
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