Existió hace muchísimo tiempo -en lo que nosotros los seres humanos logramos percibir de éste-, alrededor de unos 11 mil millones de años, cuando recién nuestro universo se estaba preparando para ser creado, dos entes primarios. Algo a lo que podríamos hoy día llamar deidad, eseidad, espíritu cósmico, resonancia universal, o simplemente caos. Estas entidades eran parte del todo, y eran nada. Eran seres virtuales, probabilísticos y poéticos que habitaban y deshabitaban el vacío, cuando éste ostentaba el trono y la corona del azar.
El vacío mismo les había otorgado una identidad y un sentido, pues la soledad le carcomía el juicio. Durante muchos anagramas se había recogido sobre sí para meditar y desarrollarse, se arrollaba y extendía miles de veces pero no lograba sobrecogerse. Decidió formar estas dos expectativas para que le acompañasen en su “eternitud”. Les dio por nombre Bien y Mal, y serían éstos quienes le aconsejarían en adelante las decisiones.
Durante distintas generaciones de superposiciones atemporales este par de identidades comenzaron a conformar un orden lógico y retroactivo del vacío, y en los planos surrealistas edificaron mundos y civilizaciones imperantes, para el goce de su rey. Edificaron castillos, monumentos, máquinas decodificadoras y programadoras que se multiplicaban, amalgamando nuevas formas de no-presencia. Sin embargo, cada una de estas creaciones recreaba la voluntad de su padrino, fuere el bien o el mal. Y conforme la atemporalidad rodaba por entre la vasta probabilística de la existencia, los artefactos adquirieron el vicio de la polaridad, desatando una contienda entre quienes eran probablemente buenos y probablemente malos. Estaban embelesados con la idea de que una sola de las facetas gobernase: la suya propia. Se había comprometido el equilibrio entre ambas fuerzas, dando paso a la creación de campos de bondad y maldad, la territorialidad y otros conceptos de marginalidad.
En principio la bondad era la cualidad esencial del primer ente creado; la bonhomía le caracterizaba, razón por la cual solía perder fuerza mientras la maldad, astuta y avariciosa, se fortalecía. En un principio –por así decirlo-, el vacío, que carecía de emocionalidad y su sentido de la justicia era impecablemente objetivo, decidió crear la contraparte del bien para asegurarse que el juicio propio de la bondad permanecería intacto al negociar cada acción con el mal. Ambos coexistían en la virtualidad de acuerdo al plan vacuo.
Empero, es sabido que cada sistema que se replica adquiere propiedades emergentes inimaginables, y toda la maquinaria y los reinos creados entre lo bueno y lo malo del rey luchaban ahora por defender su razón, su propia convicción de rectitud. El mal mismo controlaba sus ínfulas y su naturaleza desleal, ya que tenía a su compañero para mantenerle estable; su séquito, roía sus propias fauces y se tragaba así mismo en singularidades de probabilidad. Esto creó centros de densificación virtual, incrementando la relatividad de las fuerzas del mal, y a tragarse los imperios y mundos esculpidos.
El vacío, quien había permanecido taciturno durante algunos órdenes inexistenciales, se levantó de su silla y creó un tercer ente: El dinamismo. Este ente tenía la particularidad de anular las fuerzas del bien y el mal, e incluso de fusionarlas si así lo deseaba. Cuando el dinamismo vio la guerra que se librara a lo lejos extendió sus brazos abiertos, pronunció unas palabras: “Que se haga la luz!”, y los cerró con una palmada. En ese instante todas las probabilidades de existencia, el bien y el mal, se reunieron estrepitosamente en un único punto dentro de la mano de la entidad. Luego volteó a ver al rey y pronunció: “A partir de ahora ellos vivirán dentro de ti”. Abrió las manos y dio cabida a la inflación del multiverso conocido.
Hace dos mil años una persona comprendió este oxímoron, y se sometió a la voluntad del vacío, el rey del todo, entregando su vida y su orden al caos social en busca del equilibrio. Hoy, ese equilibrio se ha perdido nuevamente, y de no encontrarse entre nosotros un Ser capaz de inmolarse ante la justicia vacua, o de no ser entendido por las gentes, vendrá el mismísimo rey a terminar nuestra existencia con alta probabilidad.