El Perro (Cuento)

in #cervantes7 years ago (edited)


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Por culpa de mi pelaje negro y largo ahora tengo mucho calor y sed, pues el fuerte sol lo calienta al máximo y ya no recuerdo cuándo fue la última vez que tomé un poco de agua. O sí recuerdo, quizá... Fue en la pequeña corriente que la lluvia formó a un lado de la acera, justo antes de que me metiera a guarecerme debajo de aquel monstruo que parecía dormir, o que estaba herido, o muerto. Pero, ahora vuelvo a tener sed, el sol calienta mi pelaje negro y mi piel azulada, y no veo cerca ningún charco donde pueda saciar mi necesidad. Además, tengo hambre, mucha hambre, soy víctima de esta carencia que me ha acompañado desde antes de nacer, pues la heredé de mi madre y de mi padre y de unos abuelos que jamás conocí. Todo el aire de la cuadra está impregnado con un sabroso olor a carne, a comida humana, a grasa y a sangre, flota por todos los rincones ese humo placentero que percibo con una dolorosa nitidez cada vez que elevo mi hocico al cielo y olfateo con angustia aquí, allá, buscando saciar mi carencia eterna con mordiscos desesperados que doy a este viento cargado de ilusiones. Más guiado por mi nariz que por mis ojos gastados, descubro que la fuente de la fragancia a carne chamuscada es un quiosco que está en la otra acera de la calle, separado de mi apetito por este río infernal de monstruos que pasan frente a mí a toda velocidad, rugiendo como animales enfurecidos, como si tuvieran tanta hambre como yo, o como si un rencor intestinal los impulsara a cruzar roncando sordos y ciegos estos caminos ardientes mientras excretan oleadas de calor por sus vientres de acero.

A mi lado están detenidos varios humanos, demasiado absortos en sus caprichos como para fijarse en mí, ya sea para cruzar la calle y dirigirse al festín de comida que hay en la otra acera, o para ir por esos caminos inciertos por los que siempre andan, sin detenerse nunca, sin mirar atrás. Pero ellos no sienten temor por los monstruos rugientes. He visto como alguno de esos tenebrosos seres se detiene cerca de ellos, y como los humanos se meten en su vientre a través de unas portezuelas que se abren y se cierran mágicamente. No sienten temor porque son hermanos, porque son parte del mismo universo incomprensible que se forjaron para vivir, en ese laberinto en el que nosotros subsistimos aprovechándonos de las migajas miserables que caen de sus mesas. Los monstruos jamás los golpean: antes de eso prefieren disminuir su velocidad, o bordearlos, o detenerse totalmente para cederles el paso. Muchas veces he aprovechado ese rito, ese hermético pacto que existe entre ambos para cruzar estas calles difíciles, pues basta con que no me separe del costado de un humano para estar seguro de que ninguno de sus animales furiosos me agredirá, que no me carbonizará la piel con el fuego de su vientre o el relámpago de sus ojos luminosos.

No debería temerles tanto a los monstruos, porque quizá ellos sepan respetar nuestras vidas tanto como respetan la de los humanos. A lo mejor disminuirán también su alucinada carrera si se topan con uno de nosotros, o nos bordearían con cuidado para no lastimarnos... De pronto sea buena hora para que le vaya perdiendo ese terror colosal a estos seres infernales. Al final, ¿cuál es la diferencia entre los humanos y nosotros? ¿Qué nos hace distintos? ¿Por qué sus vidas tendrían que valer más que las nuestras? Ante mis ojos, ellos y nosotros somos iguales... Pero ¿y si no es así?

En estos momentos, cuando estoy detenido frente a la calle esperando algún descuido del torrente inacabable de monstruos para colarme hasta la otra orilla, recuerdo a mi compañero de aventuras, aquel buen amigo de rondas que me acompañó por tantas peregrinaciones nocturnas en busca de sustento o de alguna hembra receptiva. Deambulamos juntos por mucho tiempo, defendiéndonos a mordiscos el uno al otro cuando entrábamos por descuido o necesidad en algún territorio prohibido. Él estaría aquí, sin duda, si no hubiese amanecido un día rígido, hinchado y cubierto de moscas verdes, con las entrañas esparcidas por el pavimento. Me bastó con mirarlo una sola vez para comprender que no volvería a acompañarme jamás, pues no se podría levantar de aquel pesado sueño que lo aplastó para siempre. Después de eso volví a quedarme solo en este escabroso mundo, contando con mis sentidos aturdidos por el hambre, el calor y los dolores y mi miedo instintivo a todas las cosas para mantenerme vivo un día más. Es una lástima que él no esté aquí para acompañarme a cruzar esta calle pavorosa y poder regocijarnos con la esperanza de que algún humano nos arrojará un pedazo de carne olorosa a sangre y a grasa ahumada con la cual engañar por un instante nuestra hambre original. Pero, él no está, y yo estoy solo, y solo deberé llegar al otro lado, donde me aguarda la ilusión de una posible recompensa.

Recuerdo que un par de veces los humanos me dieron algo de comida, pero... Eso pasó hace mucho tiempo, cuando todavía era un cachorro. Después, a pesar de mis múltiples intentos por conquistar sus simpatías, no he conseguido sacarles nada, salvo algunos gritos, pedradas, puntapiés, o, en el mejor de los casos, su completa indiferencia. Así que me las arreglo como puedo para sobrevivir con los restos que consiga en sus bolsas de basura, apenas migajas fermentadas que no logran calmar mi gran apetito. No es un sustento gratificante, pero no soy exigente. Aprendí a tragar casi cualquier cosa que se pueda masticar, algunas con sabores repugnantes, o a veces tengo un poco de suerte suerte y consigo deliciosos manjares en aquellas bolsas, los cuales devoro a la mayor velocidad que puedo pues los humanos no parecen tolerar que me acerque a sus desperdicios, y cuando me ven ahí me gritan, me persiguen, y me arrojan cualquier cosa que tengan a la mano. Una vez me hirieron con una lata en la cabeza, y en otra ocasión me lanzaron una piedra con tanta fuerza que se me incrustó en el costado y el dolor me atormentó por varios días. Después de eso aprendí a colarme entre sus cosas con mayor cautela, generalmente de noche, mientras duermen, cuando estoy plenamente seguro de que ningún humano ronda cerca. Sin embargo, no les guardo rencor... Simplemente les temo, casi tanto como a estos monstruos infernales que no cesan de pasar frente a mis ojos.

¡Qué calle tan difícil de cruzar! No sé cómo hacerlo, o cuándo; cada vez que surco de un lado a otro estas vías preñadas de peligros es como si fuera la primera... Quizás del otro lado no me espera nada de comer, como sucede casi siempre, pero no puedo seguir resistiendo este delicioso aroma que me hace salivar cada vez que lo olfateo, que no me da la libertad para irme a otra parte por un camino más seguro que este. Ahora, el aroma a carne lo es todo: la vida y el tiempo se detuvieron, el mundo entero se redujo al fuego, al humo, a la parrillada, a mi hambre, a este olor que me enloquece...

Además, tengo tanta sed... Si tan solo lloviera un poco, como anoche, para saciar mi sed en cualquier charco de los que se forman cuando llueve. La lluvia es buena, a veces, cuando se tiene sed; pero, después de beber, no sabemos qué hacer con tanta agua. Hace unas noches llovió muy fuerte y durante mucho tiempo. Yo estaba recorriendo las esquinas buscado basura para comer, cuando comenzó la tempestad. Mi grueso pelaje me protegió del agua durante un trecho, pero no tardó en empaparse también, y fue entonces cuando comenzó el frío. Era un frío intenso, penetrante, que aumentaba al ir avanzando la noche. Sin embargo, a pesar de que estaba aterido, aunque las fuerzas me abandonaban y quería arrojarme en cualquier rincón donde pudiera morir tranquilo, el hambre implacable me obligó a seguir trotando, esquina tras esquina, cuadra tras cuadra, en la desesperada búsqueda por encontrar un alimento que jamás apareció. Cuando la lluvia se hizo más fuerte, y las calles se convirtieron en caudalosos ríos de lodo y escombros que ya no pude seguir cruzando, decidí buscar un lugar donde refugiarme, y esperar a que... Esperar, simplemente esperar, que fue mi primera lección en la vida. Me acerqué cautelosamente a un monstruo inanimado que reposaba en un rincón, y no me metí debajo de él hasta estar completamente seguro de que no se iba a mover. Una vez bajo su vientre acerado, noté que era un buen lugar para resguardarse de la lluvia y del frío, porque aún emanaba de sus láminas un poco de ese ardor que normalmente los rodea cuando surcan rugiendo las calles en su carrera desenfrenada. No sé por qué no se movía. Quizá estaba herido, pues de vez en cuando caía de su abdomen una espesa gota de sangre negra que iba a parar sobre mi pelaje hirsuto, manchándolo con su desagradable olor a fuego gastado; o quizás solo descansaba, recuperando energías para reanudar al día siguiente su faena de arrastrarse a toda velocidad sobre las calles, aterrorizando corazones temerosos y escupiendo gases hediondos y sofocantes por su parte posterior. ¿Cómo podría saberlo? De todas formas, para prevenir que no se despertara de un momento a otro y que acabara conmigo por acampar bajo sus vísceras, no hice ningún ruido ni pude dormir mientras estuve debajo de él, preparado como estaba para escapar en cualquier momento.

No aguanto el irresistible olor que me tienta desde la cuadra del frente, que impulsa cada músculo de mi cuerpo a buscarlo para colmar el hambre que poco a poco va acabando conmigo. Un humano se detiene a mi lado, observa tranquilamente a los monstruos que atraviesan la calle, y después, durante unos segundos, posa su vista en mí. Me muestro humilde, lo miro con amor y muevo el rabo para él, pues quizá no sea tan indiferente a mis penas como el resto, y me ayude a cruzar la calle, y me convide un poco del delicioso manjar que impregna cada partícula de aire con estímulos incontrolables y sueños desconocidos. Sé que solo dos humanos me dieron algo de comer en toda mi vida, y que eso pasó cuando era apenas un cachorro, pero... No pierdo la esperanza de que vuelva a suceder, nunca la pierdo. Quizá un día, por qué no, alguno de estos humanos anónimos quiera hacerme parte de su manada. El hombre se va, ya cruza la calle, indolente ante mis saludos rendidos, ante mis ojos anhelantes, ante mis necesidades de ser vivo; los monstruos lo dejan pasar, reducen sus alucinadas marchas ante él, lo bordean con cuidado para no lastimarlo... Tal vez él sea tan monstruoso como ellos, o ellos tan humanos como él, y por eso no se hacen daño unos a otros.

¿Y yo? ¿Qué soy yo? ¿Valgo menos que ellos? Probablemente no, y, cuando me aventure a cruzar este caudal perverso, tal vez los monstruos detengan su marcha ante mí, como hicieron frente al humano, y no me lastimen, porque estoy vivo, y siento, y sufro, y no puedo seguir soportando este aroma que me atormenta desde la otra orilla sin ir tras él. Voy a atravesar esta calle, pase lo que pase, pues no será la primera ni la última que se interponga en mi camino.


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