Esa noche ella se iría, pero aún seguía ahí, conmigo, sentada a mi lado, mirando con sus grandes ojos negros los puñados de estrellas que brillaban en el firmamento, como si tratara de contarlas. Yo anhelaba entrar en sus pensamientos, vivir sus palabras, saborear sus sueños, pero no podía. Su sonrisa era ajena, reina de un lugar sin tiempo, sin espacio, mucho más allá de los juramentos que aquella noche quise decirle para impedir que se marchara.
La brisa fresca que provenía del mar acariciaba su cabello ondulado, y el resplandor de la luna se derramaba sobre su cuerpo, sobre su piel cálida, sobre esos labios que quería besar tantas veces sin saber cómo hacerlo. La miré fijamente, pensando en lo perjuro que era el pasar del tiempo. ¿Por cuántos minutos más seguiría a mi lado, sonriendo, adivinando como ahora las olas sucesivas con aquellos ojos que parecían traspasar la oscuridad?
Mi mano temblorosa se deslizó sobre la arena, salvando pausadamente la distancia eterna que la separaba de la suya. Sentí el roce de los minúsculos granos bajo mis dedos, tibios aún por el calor del día, e imaginé los cuatro surcos que iba dejando mi mano sobre el suelo. Cuando la toqué tímidamente, ella volteó y me miró a los ojos, quizás por primera vez desde que me senté a su lado. Por su expresión sospeché que también quería decirme algo, pero sus labios solo se entreabrieron para volver a sonreír. ¡Cuánta alegría reinaba en su rostro bajo aquellas estrellas, bajo aquella luna, arropado por la brisa fresca! ¡Cuán radiantes lucían sus ojos negros! ¡Cuánto miedo albergaba mi corazón a las palabras, a romper con el encanto de aquella última noche nuestra!
Era el mágico hechizo de lo indefinible. Sin dejar de sonreír, volvió a mirar hacia el lugar donde debería estar el mar. Creí que ella pensaba: “¿Lo escuchas?”, y quise decirle que sí, que lo escuchaba cantar para nosotros, que ese suave rumor nos pertenecía, que en esa noche el mundo que nos rodeaba era solo nuestro, pero mi boca no se abrió. Quizás lo pensé sin pensarlo, y tal vez ella lo escuchó en mi silencio, porque se levantó y caminó hacia la orilla del mar, como queriendo embriagarse hasta el final con aquel murmullo bajo e interminable. Al sentir que se alejaba, aunque no fueran más que unos pocos metros, el corazón se estremeció en mi pecho, y todo el miedo del mundo se metió en mi sangre. La paz que me colmó cuando por fin logré alcanzar su mano se desvaneció al verla levantarse, y cada paso que daba hacia la orilla me dolía en el pecho como si fuera una muerte, una muerte múltiple y sin redención. No existía vida posible alejada del candor de su alma.
Tenía que decirle algo para evitar que se marchara, pero no sabía qué, ni cómo decirlo; ni siquiera podía levantarme de la arena e ir tras ella. Resignado, me quedé sentado en mi lugar, sintiéndola todavía junto a mí, sintiéndola en la orilla del mar, sintiéndola aún dando pasos cortos que dejaban huellas imborrables sobre la arena. El tiempo continuaba su camino... Pensé en decirle muy suave, apenas un murmullo junto al oído, soy el amor, y vengo a buscarte, pero temí que su respuesta no fuera más que una sonrisa tierna. Quise decirle: ¡Te amo!, pero supe que la brisa marina me robaría las palabras y las fuerzas antes de pronunciarlo... ¡Quería decir tantas cosas! Maldito corazón cobarde... En un mundo de mentiras, solo logré acallar mi única verdad.
Sin pensarlo más me levanté, y seguí el rastro de huellas que debía conducirme a mi alma. En esa misma arena estaban plasmados los jugueteos de los niños en las primeras luces, las amistosas charlas de los adultos bajo el calor de la tarde, el fervor de los besos que se dieron los amantes velados por la sangre de un único atardecer. Y ahora, por la noche, aquella imprenta muda guardaba el secreto de los pasos únicos de mi amada, el ritmo de su danza en la búsqueda del mar. Los seguí, sin que hiciera falta, porque bastaba con que anduviera en pos de mis sueños para llegar a su origen. Sabía que ella seguiría ahí, algunos segundos más, mirando el mismo mar que convertía en imposibles nuestros deseos. Lo admiraba, porque era hermoso, porque no teníamos que afirmarlo para que existiera, porque ese mar que ahora le mojaba los pies con sus aguas llenas de noche era la vida, el destino, el tiempo mismo que no cesaba de transcurrir...
Me arrimé hacia ella nuevamente, tomé su mano, y junté tanto mi cuerpo al suyo que nuestros hombros se rozaron. Yo también me quedé mirando el mar con una nostalgia inmensa, buscando en el clamor de las olas finales algún secreto que me revelara el misterio de sus pensamientos. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero supe que aquel llanto no era por mí, sino por lo hermoso del momento. Yo también hubiese querido llorar, en silencio, a su lado, aferrado a aquella mano que era mi última esperanza, pero supe que no debía arruinar el instante con mis egoísmos viejos. Sus sentimientos iban más allá de ella y de mí; eran golondrinas ligeras que volaban libre entre las estrellas, que bebían brevemente en algunos pozos llenos de noche, y luego huían a perderse entre las olas, mar adentro, hondo, muy hondo, tocando universos inalcanzables para mi humano y cobarde corazón.
Acerqué mi rostro al suyo, cerrando los ojos, y rocé con mis labios trémulos su mejilla. Quería besarla, pero acaso el dolor tampoco me dejaba ese último consuelo. Ella, presintiendo mi desesperación, me acarició tiernamente el cabello y me miró con sus ojos maternales, con aquel brillo de quien lo entiende todo. Yo quería abrazarla con todas mis fuerzas y unirme a ella, fundirme con su cuerpo, para que la despedida no tuviera nunca que llegar. No tuve tiempo de hacerlo. Después de acariciarme, ella volvió su cuerpo y se puso frente a mí, me tomó entre sus brazos y me brindó todo el calor y la paz que habitaba en su pecho. Mis lágrimas mojaban su piel, y poco a poco su seno se llenó de mil prismas que transformaban en arcoíris diminutos la tenue luz de la luna. Ella también lloraba, pero sé que en el fondo de sus pensamientos hubiera querido decirme: “No llores, que todo esto es perfecto, y nosotros somos esto”.
Levanté mi rostro, la miré fijamente sintiendo un dolor que jamás había padecido, y la besé en los labios. Ella cerró sus ojos, y respondió a mi beso con un calor que solo es posible en la primera o en la última vez que se besa a alguien que queremos tanto. Luego besé cada centímetro de su piel, bebiendo con pasión de sediento las lágrimas que descendían por sus mejillas, aquellas breves gotas que guardaban el secreto de la tristeza del mar. En ese momento ya no tenía nada que decirle, solo quería que el tiempo se detuviera para siempre, hasta la eternidad, y permanecer así, junto a ella, teniéndola entre mis brazos, besándola mil veces, diciéndole con besos aquellas frases que las palabras no pueden expresar.
Pero el tiempo es brutal, y rauda llegó la hora de la despedida. Mi corazón enloquecido anhelaba volverla a ver, al segundo siguiente, a la hora siguiente, por siempre, que no existiera el momento de los adioses mudos, que las almas gemelas no tuvieran que ser separadas por las amargas hoces del destino; pero en el fondo sabía que no podía ser. Ella se marcharía, igual que se marchaba cada noche, y se iría caminando lentamente por la orilla del mar, dejando un sendero de huellas que las mareas nocturnas borrarían antes del amanecer.
Así la vi alejarse aquella noche, y solo entonces comprendí que no habría mañana. Quise llamarla, y decirle que la amaba, que la amaba mucho más de lo que un solo corazón puede soportar, y correr tras ella hasta alcanzarla, siguiendo sus huellas sobre la arena, siguiendo el rastro de su amor, siguiendo la estela de su sonrisa de oro, pero no pude hacerlo, mis palabras fueron ahogadas por el rumor de las olas, por el clamor de mi llanto.
Hoy, no sé dónde estará... Pero, en cualquier borde del espacio donde se encuentre, en cualquier apartado rincón del tiempo donde su esencia brille libre y feliz, sé que mi amor irá a su lado y que ella lo mirará con sus ojos negros en las noches de luna, y lo arrullará con su sonrisa, y lo acariciará mansamente, y lo protegerá entre sus brazos, porque sabrá lo mucho que la sigo queriendo y porque quizás ella también, en su mundo inalcanzable, siga queriéndome un poco a mí.