Me había ocurrido antes en reencuentros con personas a quienes tenía mucho tiempo sin ver, con quienes no había hablado en años, pero en cierta manera fue distinto. Visitar el pueblo de mis bisabuelos, después de muchos años, me dejó nuevas y muy gratas impresiones y, durante mi estadía allá, llegué a dudar de la veracidad de mis recuerdos de la infancia.

Me explico.

Hasta enero de este año había rechazado las invitaciones de mi madre de ir de paseo a Marigüitar. La casa familiar y la gente (parientes todos) me resultaban aburridas. La estadía, una tortura. Dormía la mayor parte del tiempo que pasábamos allá a pesar de que llegábamos en la mañana y, en la tarde de ese mismo día, regresábamos a Cumaná.
De niña llevaba juguetes con los que no jugaba. Tal era mi desánimo. Bajábamos a la playa – que queda al fondo de la casa – y allí mi ponía a recoger conchas y caracoles que luego dejaba abandonados a la orilla del mar. La mejor hora era cuando mamá decía “Vamos a esperar el bus”.
Este paseo, cinco años después del último que podía recordar, me dio una visión completamente distinta de todo. De la casa, me encantaron sus formas, su aire marino, sus sonidos de olas que rompían a la distancia, su frescura de orilla de mar, sus viejos muebles que no armonizan entre sí, sus cuadros de pintores desconocidos, sus ventanas que no cierran nunca, su omnipresente olor a pescado y café recién colado.

En la casa ahora solo vive una tía pues los bisabuelos ya fallecieron. Ese día – no sé si por casualidad – otras tías también estaban de visita. Fuimos a la iglesia y en la noche (esta vez no retornamos el mismo día) tomamos un delicioso chocolate que preparó mi abuela.

La gente, mi gente, mi familia, también me dejó una nueva impresión. La conversación grata, amena. Las sonrisas adornaban todos los rostros. La dulzura en las miradas de mis tías y mi abuela me conmovió como nunca antes lo había sentido. Los abrazos brotaron por doquier.

Esa noche dormí al arrullo de las olas.