Cuando fue entrevistado por absurda rutina, el señor Pedro Rodríguez no levantó sospechas. De 68 años, con problemas para caminar por una rodilla fracturada y mal curada, y evidentemente torpe, fue descartado de inmediato por el agente.
–¿Cuál es su nombre?
–Pedro Rodríguez –respondió algo nervioso.
–¿Desde hace cuánto vive en esta calle?
–Toda la vida –a Pedro le costaba tener los ojos quietos y sacudía levemente su cabeza.
–¿Cuándo fue la última vez que vio a Natalia López?
–El viernes…
–¿A qué hora?
–Eran como las cinco de la tarde, más o menos –entrecerró los ojos y movió la cabeza–. Tal vez eran las cinco y treinta.
El agente anotaba datos básicos en su pequeña libreta.
–¿Notó algo extraño en ella?
–No –dijo de inmediato–. Como los miércoles y viernes, ella regresaba de su clase de danza.
–¿Dónde estaba usted?
–Aquí mismo en el porche, y ella pasó por aquí por el frente. Me saludó educada como siempre.
–¿Qué hizo ese viernes en la noche?
–Salí como a las ocho, porque me di cuenta que ya no tenía jugo de naranja, y no puedo desayunar si no tengo jugo de naranja.
–¿Vio algo extraño cuando volvió?
–No –dudó un poco–. Nada extraño.
–¿Algún desconocido merodeando?
–No, nadie –hizo una pausa y miró a los lados–. Sólo Manuel Enrique, el muchacho que vive al frente, estaba en la calle cuando volví. Yo lo vi, pero él no me vio.
–Muchas gracias por su tiempo, señor Rodríguez. Si recuerda alguna otra cosa, por favor llámenos –y le entregó una tarjeta blanca, sencilla con su nombre y un teléfono fijo y otro celular.
–Claro que sí, señor agente –se despidió confiado el anciano.
El cadáver de Natalia había sido hallado río abajo ese lunes temprano en la mañana, con un golpe certero en la cabeza. Hasta ese momento la habían reportado como desaparecida, pero ahora la investigación cambió de rumbo.
La Policía necesita sospechosos para sortear la presión social ante su incapacidad de resolver el caso, único en el pueblo. Por eso comenzaron a entrevistar a los vecinos.
Así las investigaciones llegaron al señor Pedro, que vive al lado de la casa de Natalia, una chica de 17 años, hermosa, espigada y de sonrisa amplia, que quería ser veterinaria.
Y en medio de su impericia en asuntos de ese tipo, el señor Pedro los había enviado tras Manuel Enrique, de unos 20 años, que podría tener un motivo amoroso contra Natalia.
Pero el muchacho sembró dudas en los investigadores al afirmar en su entrevista preliminar que él sí vio a Pedro la noche del viernes, y no estaba llegando, sino que volvía de la casa de al lado, la casa de Natalia, a través de una puerta pequeña entre los jardines de ambas casas.
Pedro fue llevado a la sede policial para una entrevista más profunda. Con problemas para recordar cada actividad de ese día, Pedro repasó una y otra vez su rutina e interacción con Natalia.
De nuevo sus gestos y nerviosismo lo ponían como posible asesino. Pero explicó que al llegar escuchó un ruido cerca de su casa y caminó hacia atrás por curiosidad, que no pasó del pequeño portón y que no vio nada.
No se contradijo y un comentario, casi al final del día, despejó las dudas sobre él.
–Es que ustedes no saben que Manuel Enrique ha estado toda la vida enamorado de Natalia –dijo casualmente, como si hablara con un vecino.
Al otro día se llevaron preso al muchacho. Se supo que tenía fotos y videos de Natalia cuando pasaba frente a su casa y que la vigilaba en todas sus actividades. Estaba obsesionado con la morena, que en diferentes ocasiones rechazó en público sus propuestas de amor, lo que pudo llevar al crimen.
Pocas semanas después, Manuel Enrique fue condenado por el crimen. Pasaría los siguientes 30 años de su vida en la cárcel.
Esa mañana, cuando leía la noticia en la prensa local, el señor Pedro estaba a punto de sentarse a desayunar. En la mesa había pan, jamón, queso y huevos revueltos, una taza de café y un vaso de agua.
–¿Jugo de naranja? –se preguntó sonreído–. ¡Jum! ¡A mí no me gusta el jugo de naranja!
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Pedro, zorro viejo, jajaja.
Me encantó.
Muy buen apodo para el señor Pedro, jajajajaja