En el medio del parque, el pequeño corría tras esa hoja otoñal que volaba llevaba por el viento. Con sus pequeñas maños intentaba alcanzarla, pero cuando la rozó con sus deditos, tropezó con una piedra y cayó. Sus lágrimas comenzaron a brotar, justo al tiempo que una joven mujer, a lo lejos, corría para levantarlo.
El llanto del pequeño llamó la atención de las casi 20 personas que pasaban la tarde del domingo al aire libre en el mismo parque. Pero para sorpresa de todos, la mirada del niño no se enfocaba en los raspones de su rodilla ni en sus manitos maltratadas. Con una pequeña lágrima deslizando por su mejilla, y su boquita con un gesto de tristeza, los ojos seguían el curso de su objetivo inicial: la hoja.
Su mirada se perdía a lo lejos, con ese inalcanzable que tanto anhelaba tener en sus manos. La nostalgia, sin saber lo que era, lo invadió por aquello que soñaba y no alzanzó; por esa alegría que sabía que podría tener y, en segundos, perdió.
Con la hoja, se fue su esperanza, se fueron sus ganas de jugar, de ser feliz. Pero mirando aquella hoja que se fue, perdió de vista todas aquellas pequeñas y grandes hojas que un fuerte soplo de brisa hizo caer del árbol más cercano.
Dejemos ir las hojas que nos tienen embelesados, aprendamos a ver nuestras oportunidades, apartemos nuestra mirada de aquello que no nos deja percatarnos de lo positivo que tenemos en el camino.