Qué belleza de familia tengo. Aún no creo lo bella que es. Les cuento, a las escasas cero personas que me leen, lo que sucedió hoy con sus respectivos detalles:
Hace dos meses y una semana me alejé de mi familia. Desde el 7 de agosto los dejé de ver, de besar, de abrazar, de pelear con ellos y llorar con ellos. Desde el día siguiente, comencé mi vida en un nuevo país. El asunto es que, como nos pasa a todos, hice maletas poco antes de partir. Mi equipaje, tirado en el suelo de mi habitación, se iba llenando poco a poco con las cosas que llevaría conmigo y se volverían en mis únicas pertenencias.
En ese proceso de empacar metieron mano: mi mamá, mis hermanas, mi abuela, varias tías, mi papá, unos amigos... hasta la hija menor de una compañera de trabajo (muy amiga también). Mi sentido común (y el de todo ese gentío) me hizo pensar que el equipaje estaría completo, perfecto, soñado. Pero no fue así. Ropas que se quedaron, pares de zapatos, algunos accesorios, quizá uno que otro artículo para el hogar... mil cosas quedaron por fuera; unas más productivas y necesarias que otras, pero todas igual de lejanas.
Justo hoy recibí un mensaje de una amiga de mi mamá. "Ven a buscar unas cositas que te enviaron de casa", me dijo. Entusiasmada, fui. Aproveché que como es día feriado no trabajaba y justo después de almorzar salí a buscar el paquete. En el camino pensé: ¿alguna chaqueta, algunos dulces, quizá unas sandalias o las tazas que dejé? Pero lo que menos me imaginé fue que mi familia pensara en justo lo que me dio más dolor dejar: mis libros.
Poco antes de venirme hice una selección de los libros que quería mantener en mi vida y los separé de aquellos de los cuales podría prescindir y que podían donar. Esa torre de libros necesarios superaba los 40 libros. Lógicamente no me los podría traer, así que empaqué sólo 15 (ja. Me costó mil peleas, sobre todo con mi mamá, pero ajá). Dejé a mi hermanita encargada de cuidarlos con su vida, porque algún día tendré el dinero suficiente para mandarlos a traer. Qué sorpresa y emoción tan grande me dio cuando la amiga de mi mamá, N., me entregó dos ejemplares y una pequeña nota. Por poco me corren las lágrimas, pero me contuve.
Al llegar a la parada de bus para volver a mi casa, cerca de las 9:30 de la noche, decidí abrir la nota. Unas bonitas palabras de mi hermana ocupaban todo el espacio. Sus buenos deseos, sus ganas de que disfrutara de mis libros, su bonita promesa de enviarme al menos uno cada vez que pueda y un pequeño chocolate QUE TODO VENEZOLANO DEBE AMAR estaban en el papel.
La nostalgia nos invade de vez en cuando, pero qué difícil es leer todo eso, estar tan alegre y no poder compartirlo con ellos porque justo en ese momento (y lo que siguió de la noche) gran parte del país está sin servicio eléctrico, impidiendo que funcionen las telefonías y/o que la gente pueda cargar sus aparatos electrónicos.
Y aún así, la conexión es grande. Sé que saben cuán feliz soy al recibir su pequeño pero gran detalle.
Y, como dice al final de la carta (invadida por mi papá): ¡Que viva Simón! Él es Simón, mi papá. Y sí, que viva Simón y cada uno de esos cuatro seres que amo tanto.