A Chencho Adames, conocedor de esta historia
La cruz que llevaba a cuestas Amparo era una cruz pequeña, pero era una cruz de verdad de profundo dolor humano. Desde cuando yo era un zagaletón de edad escolar tuve conocimiento en Villa de Cura de la loca Amparo. De eso hace muchísimo tiempo, sin embargo hoy la vengo recordar como si fuera ayer.
Todos los días, menos el domingo porque yo tenía que jugar pelota para defender a mi equipo, la veía deambular por la calle Blanca (hoy Miranda). Despacito su caminar por la acera, igual como se resbala la sombra de los cerros en los atardeceres villacuranos. Entonces era una mujer flacucha de regular estatura ya entrada en años.
La Loca Amparo no se sabe cuando llega al pueblo, tal vez venida de una distancia lejana de la mano de algún peregrino. O fue fruto de una buena familia que la dejó caer en La Villa. “Locuras divinas” poseen algunos seres, dice un poeta griego. Amparo era una persona disminuida de la razón, trastornada de la mente, pero no ejercía violencia contra la propiedad ni las personas. Aunque los niños por su aspecto famélico si le mostraban pánico. Se sabe que los locos son como una tradición que rondan con la vida de los pueblos, maestros en la protagonización de peripecias y relatos. Esta mujer era desequilibrada, siempre andrajosa, pero andaba cubierta, vestida, bien protegida, jamás buscó coger carretera o refugiarse en parajes retirados.
Hubo un día que alguien puso sobre su cabellera despeinada un sombrerito de fieltro negro a su medida, pero cada vez más se veía su rostro envuelto en una bufanda que se colocaba sobre su cabeza en forma de velo. De los días cuando era joven y buenamoza le quedó un par de aretes color oro cobrizo en las orejas. Siempre vestía un largo camisón de crehuela y faralao que le llegaba hasta los tobillos, mugriento e impregnado de mal olor. Algunas mechas de su pelo cano sucio le caían al lado izquierdo de su frente. Las familias le regalaban flores naturales que ella colocaba sobre su pelo y disfrutaba con su perfume.
Tenía una extraña fantasía. Sobre su lado zurdo sostenía un muñeco hecho de trapos envuelto en un trapo que abrigaba y arrullaba como una madre apegada a su único hijo y hasta le tarareaba canciones de cuna. La verdad es que ella no aguantaba lluvia, ni sol, ni soportaba las tardes visitadas por ventoleras de esos que llegaban de golpe cerrando puertas y postigos de ventanas.
Se refugiaba detrás del ante-portón de los caserones de zaguán de familias acomodadas con sus puertas a la calle siempre abiertas al sol. Frecuentaba en tres cuadras los portones de los Álvarez, Castresana, Esaà, Castillo, Villasana, Landa, Barreto, Arocha, Carvallo y don Candelario Matos. Cuando la mañana se hacía clara entonces ganaba de nuevo la calle, arrastrando con su pies las hojas y florecitas de los árboles que caían en la acera, como queriendo conversar largo rato con ellas.
En la otra mano sostenía un pocillo de peltre y un pedazo de totuma que usaba como cuchara. Lo entregaba a través de una ventanilla en las casas de zaguán donde se había ganado la confianza, el cual le era devuelto por la dueña con una buena ración de comida. Muchas veces las familias le regalaban vestidos de segunda y calzados de tacones y de corte bajo.
Hablaba despacito consigo mismo, cosas que le vinieran a su mente enfermiza, tal vez sobre desventuras y desilusiones, No le faltaba bailándole entre sus dedos un tocón de lápiz de grafito, o un trozo de tiza blanca con el cual dibujaba figuritas y colocaba mensajes indescifrables en las paredes que parecieran que le alegraban el alma. O de repente trazando el rostro de un amor no encontrado Por años, Amparo fue burla de algunos adultos y de muchachos realengos que seguramente ignoraban su tragedia, sus fragilidades y sufrimientos.
Se decía en conversaciones de personas mayores que la pérdida de su mente se debía a un desengaño amoroso, cuyo sufrimiento fue progresando cuando pierde prematuramente su primer y único hijo producto de su inicio conyugal, cayendo en un mutismo y un desconsuelo interminable que le hicieron perder todas sus alegrías hasta hacerla enloquecer.
Así anduvo en un ir y venir mañanas y tardes por dos céntricas calles de La Villa en las décadas del 50 y 60 (la Miranda y la Bolívar) arrastrando su tragedia, pernotando en zaguanes, reposando y durmiendo sobre pisos frescos de cemento, hasta que el tiempo la convirtió en anciana. Su cuerpo de tanto andar se fue volviendo enflaquecido y pesaroso, ya casi no veía ni oía, hasta que un día de claro sol villacurano, sin piedad la muerte la pasó a recoger.
Sin ninguna honra fúnebre fue puesto su cuerpecito dentro de un rústico ataúd, conducido en el hombro por un hombre corpulento, llevada hasta el antiguo cementerio de la calle Comercio. No hubo acompañamiento ni lágrimas, ni redobles desde el campanario, el mismo enterrador plantó sobre la pila de tierra negra una cruz de palo, con un solo nombre: AMPARO.
La Villa de San Luis, septiembre de 2017
Ilustraciones: Fernando Olivo, artista plástico villacurano.
Nota. Publicado en mi blog http://letrasdeoscarcarrasquel.blogspot.com en el link http://letrasdeoscarcarrasquel.blogspot.com/2017/09/la-loca-amparo-una-loca-que-no-era-loca.html
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En efecto, este post ya había sido publicado, solo que quería adicionar las imágenes que gentilmente me obsequia un famoso artista de la plástica, un poeta del pincel nacido en mi pueblo de nombre Fernando Olivo, a quien de paso debo agradecerle públicamente su gentil atención.