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—¿Imaginas? Creo que he quedado igual.
—Aristo. —La chica se levantó y se sentó con las piernas entrecruzadas—. ¿Puedes sentarte? Quiero explicarte algo.
—Está bien —dijo él, obedeció y se colocó frente a ella—. Dime.
—Supón que estás en un sueño…
—¿En un…?
—Déjame terminar.
—Bien.
—Trata de imaginar que estás en un sueño, que este mundo es un sueño y que estás atrapado en él, ¿puedes?
—Creo que sí.
—Perfecto. Ahora, si estás en uno, significa que puedes despertar si quieres, ¿no? Es decir, yo asumo que, si estás consciente de que sueñas, tienes la voluntad para despertar.
—Tal vez. La verdad no tengo experiencia en eso.
—Bueno, no importa, inténtalo. He estado tratando, pero no puedo.
—¿Y cómo lo estás haciendo?
—Cierro los ojos y trato de abrirlos.
—¿Sólo eso?
—Uhm, pienso que si te concentras, puedes influir en tus ojos verdaderos, allá en el mundo exterior.
—Mmm…
—Vamos, inténtalo, Aristo.
—Está bien, pero ¿puedo saber algo?
—Sí, lo que quieras.
—¿Cómo llegaste esto?
Melinda se tardó unos segundos en ordenar las ideas para responder. Parecía como si no entendiera bien sus propios procesos mentales.
—Miré alrededor y me pareció todo demasiado raro —dijo—. Es que da la impresión de que falta algo aquí. No sé qué es, pero creo que estamos olvidando cosas importantes. Debe ser un sueño.
—¿En serio? Y si estamos en un sueño, ¿por qué estamos los dos en él? Uno de nosotros debe ser una ilusión.
—Haces preguntas interesantes. No pareces un niño.
—Suelo pensar mucho. Pero dime ¿qué crees?
—Debemos averiguarlo. Haz el experimento, cierra los ojos.
La casa se sentía muy real; la cama, las sábanas, todo conservaba una consistencia indiscutible. Era quizá una buena razón para entablar otra conversación antes de continuar, mas sin embargo, Aristo se decidió por acceder a la petición de la muchacha. Sin replicar nada, cerró los ojos y se concentró. Buscó dentro de sí algo, no sabía qué, cierto pensamiento o sentimiento, que le permitiera localizar esos párpados, esos ojos, que Melinda conjeturaba existían. Pero no parecía haber rastro de nada igual, de hecho, las sensaciones del mundo donde estaba se notaban demasiado reales como para ignorarlas. El contacto con la cama, el sonido de su propia respiración y la de la joven enfrente de sí, la calidez del ambiente en la estancia. ¿Cómo podría creer que aquello no era más que un sueño? En los pocos momentos que experimentó un verdadero sueño, este, contrariamente a lo ya descrito, se sentía demasiado raro, insustancial, cambiante e ilógico. Pero allí iba, haciendo caso de la ocurrencia de Melinda, cosa que, aunque en contra de sus deseos, le suscitaba una paradójica satisfacción, de esas que no solemos detectar a menos que alguien nos lo señale. Tal vez, de todas formas, por lo menos se vería algo anómalo, es decir se obtendrían resultados que acabarían por intrigarlo, pues sabía que la mente suele ser bastante misteriosa.
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Vino entonces el momento de abrir aquellos ojos, los verdaderos. Lo hizo lentamente, suponiendo que así el contacto con ellos se mantendría el suficiente tiempo como para lograr ver algo. Se abrió una pequeña rendija, había una luz cegadora, enfrente una sombra interrumpía los rayos lumínicos, una voz femenina repetía su nombre, era muy familiar. No pudo aguantar la curiosidad y se apresuró a liberarse de la oscuridad de sus párpados. Lo que ocurrió a continuación, en el instante en que su corazón saltaba, terminó con toda la emoción en menos de un segundo. Melinda había apartado las cortinas de la ventana y ahora estaba parada, observándolo con curiosidad mientras decía su nombre. La última sílaba fue la que escuchó con claridad, ese «to» fugaz pero imposible de ignorar.
—Aristo —repitió Melinda.
—¿Qué? Estoy concentrándome.
—Parece que te hubieses dormido. —La chica se acercó y le tomó el brazo con las dos manos—. Ven, asómate a la ventana; hay algo que tienes que ver.
—¿Qué cosa?
—Solo míralo.
Bajó entonces de la cama, ubicó sus sandalias, se las puso y se aproximó, llevado por las manos de la joven, al cristal de la ventana. No fue necesario localizar nada para notar que había algo diferente, pues el viento arrastraba, hacía volar, en trayectorias impredecibles, unos pequeños objetos verdes (fue lo primero que vio), las hojas sueltas del árbol que crecía a pocos metros de la ventana, a la izquierda. Los ojos de Aristo se dirigieron a él, tan frondoso, cuya altura aún no sobrepasaba el borde superior del vidrio a través del cual le observaba, y no pudo evitar una exclamación de asombro. Se encontraba, no había modo de negarlo, ante una nueva creación suya, o tal vez, permitiéndose el recurrir a esta palabra poco empleada por su persona, un milagro. No se consideraba Aristo un dios o algo similar a ello, él no conocía esa palabra, pero decir que era un milagro puede, sin duda, confundir a cualquiera. Sin embargo, recordemos que dicho vocablo no solo hace referencia a la intervención divina en sucesos terrenales, pues también puede ser utilizada para describir un hecho maravilloso en su propia esencia, un fenómeno de tintes mágicos. Y es en ese contexto, en esa interpretación, que Aristo pensó en ella. Solo lo pensó, porque luego se quedó mudo.
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—¿Qué tal? —dijo emocionada Melinda, sin soltarle aún el brazo—. ¡Ha funcionado!
No hubo respuesta, no instantáneamente, pues él seguía inmerso en su propia estupefacción. Las palabras le sonaron como a través de una pared, igual a que si Melinda se encontrase en la habitación contigua, gritándole. Esto, es decir, la realidad del hecho, la aparición de un árbol al lado de su casa, representaba mucho más de lo que parecía; lo que veía, además de que indicaba que estaba en capacidad de materializar lo que dibujase, había traído a su mente algo nuevo, una semilla más, como la que supuso la creación de Melinda. Estaba de vuelta, el efecto estaba de vuelta.
—Debemos bajar a verlo de cerca —dijo al fin—. Vamos.
Los chicos se deslizaron, corrieron a través de la casa, en parte riendo, en parte tratando de guardar silencio, ansiosos por tocar al nuevo acompañante, el cual era un ser vivo, tal y como ellos, solo que un tanto diferente. Y era muy importante, excepcionalmente, pues sabemos (ellos también) que la grama, cada una de esas plantitas, son otros seres vivos, aunque hace varias palabras atrás se haya afirmado que Aristo creyera ser lo único vivo allí, que seguramente parecería una afirmación absolutista pero no es más que un modo de ver las cosas partiendo desde la perspectiva de que el niño era lo único que se movía e interactuaba en la isla, siendo que el césped, aunque vivo, tampoco crece ni da señales de ser nada más que un mero adorno. Podría decirse que no respira, que no es más que una imagen estática de un césped que sí se consideraría vivo de estar activo; sin embargo, y volviendo al tema anterior, el árbol es, aparte de una planta bastante grande que promete crecer más y dar frutos, producto de unos dibujos en las páginas de un estudio, donde un niño aprendió a hacer sus garabatos. Debido a estas consideraciones, al encontrarse afuera y tocar el tallo del árbol, se sintieron emocionados, una vez más de tantas, y rieron. Corretearon alrededor de él, trataron de treparlo sin éxito, pues no tenía muchos apoyos por debajo de las ramas que soportaban el peso de su frondosidad, y disfrutaron de su fresca sombra, sentados en sus raíces. Allí tuvieron muchas conversaciones, discutieron sobre la magnificencia de la nueva creación, especularon de las posibilidades de dibujar otras formas. Aristo le comentó al respecto de la semilla que había nacido en su mente, le describió la persona que pedía ser traída a la isla; y ella quedó maravillada.
En el transcurso de todos estos eventos, desde el momento en que Aristo iniciara su jornada de curiosidad que le llevó a la tan estimada frase que desencadenara los nuevos descubrimientos, todas las decisiones tomadas por el pequeño fueron inocentes, fueron parte del camino hacia su felicidad actual. Disfrutó bastante mientras Melinda estuvo con él, fueron los mejores momentos de su existencia. No obstante, hace acto de presencia la decisión que dio rienda suelta a su desgracia. Bien sabemos que no se estaría narrando esta historia si se tratase de la simple descripción de los días eternamente felices de este pequeño; aunque todos queramos la felicidad, unos más que otros, se sabe que nada dura para siempre, ni siquiera en este mundo, donde los seres vivos se materializan a partir de un dibujo. Aristo, en un acto de malinterpretación, de esos que a veces se hacen a propósito y que los maestros del razonamiento llaman sesgo, llegó a relacionar dos hechos totalmente ajenos. En principio no fue consciente; efectivamente, pareció un simple mal augurio, pero era algo que con el tiempo crecería, tomando forma propia en un sentimiento que, con ayuda de una cosa más, una semilla que ya venía creciendo desde antes, adoptó demasiado poder sobre él. Pero no demos demasiados detalles, dejemos que los hechos se desarrollen, dejemos que las emociones de Aristo nos hagan entender.
—Creo que pronto me iré —dijo Melinda.
—¿Te irás?
—Sí, hay cosas que debo hacer.
—¿Qué debes hacer? ¿Cómo que te irás?
—Es algo que no entenderías.
—Es que no entiendo.
—Uhm…, mejor no hablemos de eso ahora. Vayamos al estudio para verte dibujar a esa persona.
Un intercambio de palabras fuera de lo común acababa de pasar, aunque no pareció representar algo importante; nada más que otra pequeña pieza del rompecabezas en que se convirtió el posterior acontecer. Como si no se hubiera dado, procedieron a dirigirse al estudio. Y una vez de vuelta, lo que Aristo trazó en la página podemos denominarlo una persona. Hemos de describirlo como un hombre, mayor que ellos, de altura superior y rostro sensato. Por esta vez logró copiar a la perfección su atuendo, exactamente igual que la imagen en su mente, el cual consistía en un chaqué de levita pardo, de chaleco color verde claro, aunque con el lápiz solo se dio la tonalidad un tanto oscura del primero y grisácea del segundo; y, por otro lado, estaban sus zapatos, estos sí, negros y además muy elegantes. Para variar, decidió agregarle un sombrero plano que, dentro de su imaginación, también conservaba ese color pardo de la levita, cosa que estaba seguro de reproducir en la realidad en cuanto apareciese el personaje, al igual que ocurrió con Melinda. A continuación del primer dibujo, se encargó de gastarse unas diecinueve páginas más en las demás representaciones, las cuales, como se esperaba, fueron mejorando de un modo comparable, o alegórico, al ascender de unas escaleras cuyos peldaños eran cada vez más altos a medida que se trepaba. El nombre elegido, escrito en las esquinas de las páginas, era Nahuel.
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