La confusión que existe en la relación entre la teoría y la práctica, así como la tendencia a demarcarla con fines fragmentarios, constituyen obstáculos epistemológicos que frenan el desarrollo de la pedagogía, como expresa Flórez (2000), al limitar la formulación de criterios relativos a los estatutos de verdad, en cuanto a su cientificidad, a los que pueda arribar.
Este autor argumenta que entre las razones del “atascamiento” de esta disciplina se encuentra la difusa demarcación que realizan los docentes entre la teoría y la práctica, quienes desarrollan criterios diferenciados entre lo ideal, representado por las teorías, y lo concreto, expresado como la práctica, sin establecer un vínculo entre ellas que promueva la interdependencia o una razón de circularidad. Asimismo, la práctica educativa generalmente poco va acompañada o impulsada por propósitos pedagógicos a la luz de teorías contextualizadas en un espacio y tiempo pertinente a este accionar, propiciando que tienda a convertirse en rutina cuando la reflexión crítica reconstructiva no la media.

Por otra parte, el modelo tradicional predominante en los centros educativos y en la formación docente estimula la presentación de la teoría a los estudiantes sin la reflexión y las vivencias introspectivas que la acerquen a su realidad cotidiana, dejándola al azar y a la aplicación discreta e individual de cada profesor; asimismo, los saberes emergentes de la práctica no conforman un cuerpo de conocimientos formales y sistematizados, cuyo propósito se signifique en una reconfiguración teórica contextual.
Por lo tanto, la teoría pedagógica es esquiva como tal, al no estar confrontada desde sí y desde el sentido intersubjetivo a un proceso comprensivo de los actores que la pueden resignificar; igualmente, la práctica pedagógica escasamente puede validarse sin una teoría sistematizada que la acompañe, pues no se tendrían criterios para ello. Luego, considero lo expresado por Flores (ob. cit.) acerca de la enseñanza, en relación a que “es la experiencia sistemática que la sociedad diseña para que los jóvenes se humanicen y enriquezcan espiritualmente” (p. xxxviii), como un propósito que no permite dejar la pedagogía a la deriva, es decir, a la aplicación individual según las preferencias interpretativas de cada uno.
Advierte el autor citado que la pedagogía no es una ciencia enteramente autoconstituida, que pueda transformar y juzgar su pasado discriminando lo científico de lo no científico, de manera concluyente, lo cual complica su análisis histórico y actualidad. Así que considerarla una ciencia obliga a estudiar bajo presupuestos coherentes y sistemáticos los procesos relativos a la enseñanza y el aprendizaje.
Pero ella carece de unificación teórica y una diferenciación clara con las demás ciencias sociales, por cuanto comparte su objeto de conocimiento, que como tal es el hombre cultural y unidual, fraccionándolo en sus jalonamientos, lo que difícilmente permite su unificación, al acceder a él y constituirlo desde diferentes concepciones teóricas y metodológicas, acentuando la vulnerabilidad de la pedagogía a las corrientes ideológicas emergentes; además, en considerables oportunidades se analizan los procesos de enseñanza y aprendizaje desde otros contextos, extrañándolos de sus propios sentidos y significados cotidianos.
En consecuencia, la pedagogía requiere formalizar el beneficio de los criterios de cientificidad que la eleven a disciplina plenamente constituida; para ello requiere solventar su dispersión y redefinir su actualidad teórica, aplicativa, es decir, construir una identidad teórica propia, compartida intersubjetivamente por la comunidad intelectual que se adscribe a ella. En general, la teoría pedagógica es sensible y susceptible a los avatares de la praxis, cuestión que es característica de la pedagogía como ciencia, pues la teoría se pone en juego en la aplicabilidad y no es extraña a los elementos externos. Por ello, los fracasos de la praxis deben ser develados y analizados, como expresa Flórez (ob. cit.), mas no encubiertos y repetidos, para que afecten lo conceptual y se reformulen los caminos para una auténtica formación, con fines humanizadores del hombre en cuanto a su autonomía, libertad, desarrollo espiritual.
Luego, se pretende una nueva visión de la profesión docente, un encuentro de miradas desde la percepción de un investigador imbricado en el sentir colectivo, que valore el significado de la reflexión indagativa sobre la acción docente, partiendo de una comprensión subjetiva/intersubjetiva, donde el accionar del otro propicie no sólo la reflexión compartida, sino la interformación docente, la crítica consensuada y la articulación teoría-práctica.
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Fuente de la primera imagen:
https://pixabay.com/es/meditaci%C3%B3n-reflexi%C3%B3n-mujer-persona-473753/
Fe de la apoyatura:
Flores, R. (2000). Hacia una Pedagogía del Conocimiento. McGraw-Hill: Colombia.