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La munición, si bien de una G36C, no era un arma exótica en Venezuela, había arsenal aquí con ese ítem. Igual que las granadas usadas. Tampoco los datos respecto al vehículo, eran irrelevantes.
No había otra cosa que acordar sino que se trataba de un comando que perpetró un atentado, que resultó exitoso. Lo peor estaba por venir, pues la identidad de los fallecidos estaban alrededor del ministro que dirige el Ministerio del Poder Popular del Despacho de la Presidencia y Seguimiento de la Gestión de Gobierno, Clemente González Gómez, un militar que llegó al grado de general a fuerza de la campaña de propaganda comunista que le hizo ganarse el respeto del partido y de Chávez.
Ya como militar, poco qué decir. Fue jefe de la casa militar, en un momento donde los escándalos estallaban cada día; aun así siempre se las arregló para mantener su cuello intacto, valiéndose del gran arma comunista de acusar a otro y condenar a otro indiscriminadamente.
El sujeto estaba envuelto en una red de narcotráfico, terrorismo y lavado de dinero muy compleja, solía ser visto en países árabes, con frecuencia inusual en Marruecos. También tenía una predilección por los chicos jóvenes, a los que él llamaba las niñas; a pesar de que tenía la fachada de su esposa y tres hijos.
La familia fue avisada a las 05:00 a.m. Se enteraron después del presidente-trabajador, quien además ordenó avisar a la familia luego.
El presidente-trabajador fue avisado a la 01:00 a.m. pero se quejó, porque estaba durmiendo y dejó el asunto en quien estuviera al mando; pero que sólo él avisaría el momento de notificar a la familia.
La sede del CICPC donde trabajaba Martín estaba llena de toda clase de agentes de Inteligencia, SEBIN, casa militar y cubanos; a estos últimos Martín y su equipo los odiaban especialmente.
Aparte de entorpecerlo todo, querían forzar las evidencias para implicar a miembros de la oposición y enemigos (obstáculos) dentro del partido. Cualquier persona podría juzgar esa situación como insoportable para trabajar, pero aquellos hombres eran profesionales acostumbrados al desastre.
Otra tendencia presionaba para resolver el caso cuanto antes, hablaban de ofrecer una primera versión histórica, veraz y oportuna; lo cual era, en términos empíricos, imposible: ni siquiera podían asegurar que se trataba de un sujeto.
Para terminar de arruinar la situación, ya la prensa había llegado. Todos medios oficiales y los que no, ya se sabían que estaban parcialmente controlados por el régimen a través de la junta de socios, donde siempre había alguien con músculo monetario y corazón comunista.
El forense llegó a hablar con Martín, no sin problemas. Trataron de quitarle el informe, trataron de hacer que reescribiera el informe y hasta lo amenazaron con detenerlo, pero los de esa delegación eran una familia con muchos valores, incluyendo la fidelidad: los de la brigada de operaciones de asalto estaban con sus armas a punto y paseando por los pasillos, acompañando en grupos de tres a los involucrados en el caso y sonriendo amenazadoramente a los extraños. La receta para el desastre ya estaba lista.
El hombre, un médico venerable que sin embargo se negaba a retirarse, no porque fuera un místico amante del trabajo sino porque todavía no le tocaba, habló con Martín:
—no me lo vas a creer y quiero que vengas conmigo y el jefe de asalto, porque esto que hizo tiene una técnica y precisión que me parece arte —dijo, no ocultando su asombro ante lo que había aportado su experticia forense.
—¿De qué hablas? El asesino los dejó como un colador —replicó Martín, buscando con la vista lo que podía decir el informe.
El médico forense de inmediato sacó el informe que tenía, que consistía en la hoja y las fotos tanto de la escena como las que tomó en la autopsia.
—Mira, puedes pensar que este hombre los mató con saña, que bien haces en llamarlo asesino, y creo que lo es —dijo el médico, que hablaba de una forma extraña, no sólo por lo emocionado —. Martín, estos hombres murieron sin sufrir. Murieron rápidamente. El asalto lo hizo en cuestión de segundos. Lo siento, estoy suponiendo que es sólo uno; pero no sé más datos, dos sujetos haría más comprensible el grado de sincronización y efectividad… en fin… te voy a explicar. Martín se sintió aliviado, ya podría escuchar cosas más entendibles, sobre todo cuando el médico sacó las fotos—¿Ves estos impactos? Zonas donde cualquiera muere al instante, o máximo en tres segundos. Una muerte prácticamente sin dolor. Ahora, mira el resto de las heridas, son producto del choque de la explosión. Ellas solas matan, pero el resultado sería más salvaje —Entonces Martín lo interrumpió, tomando las fotos y fijándose en las heridas.
—Les disparó para asegurar el resultado —dijo, tratando de concluir aquella deducción.
—Y por piedad. No hay explicación… sobre todo, por este sujeto —entonces el forense saca una foto de uno de los caídos y buscó otra y las colocó en paralelo —Éstos dos recibieron las ráfagas en zonas más al azar, coincide con la puerta, en el caso de este. En este otro, que estaba en la cocina, el mismo patrón, pero estaba en el suelo. Como estaba vivo alcanzó a sacar su arma. Al resto de los cadáveres les disparó. ¿Qué más daba? Aparte, ya viendo que uno había sacado el arma, mejor asegurarse rematando a los muertos —concluyó con el aliento acelerado y bastante animado, tratándose de las circunstancias.
—Sé que hay que tener técnica para hacer esto. Le vamos a preguntar a Centeno a ver qué opina; pero ¿dónde está la parte que me dices que es como arte esto que hizo, eso no lo capto?—preguntó, no estando muy seguro del rumbo que tomaría la conversación.
—Bueno, en primer lugar, cada uno de ellos recibió entre tres a cuatro disparos. Eso sólo lo hacen los profesionales. Segundo, cada disparo tiene separación de tres centímetros y están distribuidos en diagonal o formando un triángulo. Siempre en el pecho, corazón y cabeza. Y además, gastó en ellos el cargador, 30 disparos. Evidentemente, ¿no encontraron el cargador, verdad?
—Martín se limitó a contestar negativamente, dando la razón a lo que apuntaba el forense —. Calculó sus disparos, los distribuyó entre todos ellos, ¿cómo lo sé? Porque todos tienen semejante cantidad de impactos, como te dije. Al terminar, recargó y guardó el cargador vacío. Lo sé porque hay otro detalle— dejó un silencio expectante que Martín no se atrevió a interrumpir—. Las municiones son beanbag, microperdigones. Estamos tratando con alguien muy serio —al decirlo, le dio una mirada de comprensiva. Estuvo a punto de decirle que dejara ese caso en manos de los militares, pero se quedó callado.
—Hasta los profesionales cometen errores. Nuestro asesino dejó una huella en el baño. Pisadas. El forense dejó escapar un leve grito de sorpresa. Le dijo que quería ver esa foto y analizarla, y luego agregó:
—Otra cosa que me desconcierta es el grado de precisión que tuvo. Es como si supiera la cantidad de gente que estaba en ese apartamento y donde estaban ubicados. No tuvieron oportunidad. No me sorprende que no tengan el más mínimo rastro del sujeto y su huida. Y tampoco me sorprende que tengan problemas para precisar con exactitud por donde entró. Allí Martín se sobresaltó, había pensado lo mismo, entonces decidió seguir consultando la sabiduría del forense.
—Yo pienso que entró por la ventana del baño. Pensamos que escaló, pero removió todo el mecanismo que usó para entrar y salir. A mí me pareció extraño que el apartamento de al lado estuviera tan limpio, se trataba de un piso donde sólo un apartamento estaba ocupado, donde estaban las víctimas. Entramos allí detonando la puerta. Y el apartamento estaba más limpio que la casa de la mamá de uno y totalmente vacío. Revisamos y nada —Martín hizo silencio y esperó a que fuera el forense el que dijera algo fuera de lo común.
—¿Entonces piensas que se ocultó allí e hizo su maniobra? Interesante. ¿Luego cómo escaparía? Si el apartamento estaba tan limpio, creo, me temo, que lo tuviste muy cerca y se te escapó. Claro, no podías verlo. Seguramente, nadie hubiera podido en esas circunstancias, no te tortures —dijo el forense, entendiendo que aquello podría herir el orgullo del profesional.
—Cuando a uno le gusta el trabajo, procura hacerlo tan bien como puede. De otro modo no tendría sentido. Esto es lo que soy —lo dijo procurando espantar de su mente toda posible idea de incompetencia —. Pero si de verdad se trata de un asesino entonces, como has dicho, son palabras mayores, estos tipos se preparan y se acostumbran a trabajar en el silencio, en el sigilo. Me ha ganado el asalto, pero lo voy atrapar.
El forense le dedicó una amplia mirada aprobatoria, pero en sus adentros no creía posible que encontraran al asesino, tampoco quería que eso pasara. Martín salió y varios militares y SEBIN entraron con el forense. Ya habían llegado varios generales. Había también personal civil. Escuchó a alguien preguntar si ya habían sido avisadas las familias de los caídos. Hubo un silencio incómodo, aparte que esas son las llamadas que nadie quiere hacer. El silencio en los casos de índole oficial suele ser un tema complicado.
El forense salió dando voces, replicando y molesto. Le dio una mirada a Martín donde dejaba notar su frustración. Un cubano (y esos sujetos siempre tenían una facilidad para ser reconocidos, o era que lo hacen intencionalmente) veía la escena apoyado en una pared, con una sonrisa macabra, pero Martín lo ignoró de momento.
Al terminar ese encontronazo, un cubano que había entrado a hablar con el forense, se fue a hablar con el que estaba afuera. Ambos hablaban en voz alta y su acento se notaba, parecía que era intencional, como si estuvieran marcando territorio.
Ambos veían a Martín de manera fija, amenazante y la vez sutil.
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